De este lado del
océano, por las noticias que nos llegan de España, esa nación europea
impresiona como un país pestífero calcado de un sainete tercermundista. Y apena
oír lo que se escucha o lo que los propios españoles dicen de los suyos. Esa
manera exclusiva de mostrar la tirria advierte a cualquiera, por muy tonto que
sea, que la crispación en la sociedad española es un mal casi endémico y
posiblemente incurable.
Para el extranjero
que conoce de historia, revisa estadísticas y gusta viajar, los reportes
salidos de España asustan porque, sin temor a equívocos, en aquel lugar, como
van las cosas, el apocalipsis ha comenzado a trotar sin ser visto. Es tan
verdadera la ebullición del caldo donde se calcinan los españoles que parece
mentira y, como la suerte de muerte lenta los separa, están a punto de habitar
pedazos de nada.
Hubo en Cuba un
serial para niños llamado Elpidio Valdeez, posiblemente el más popular
personaje de cartoon de la isla, que se mofaba de los colonialistas españoles
obligándoles al ridículo. Pero eso difiere del atasco donde muchos en la
península actúan como si ser español fuera denigrante porque, eso dan a
demostrar muchos, habitan una nación sin historia. Diciéndolo en otras
palabras, algunos allá obligan a los de estas orillas a percibir a España como un atolón surgido en la entrada de
Europa que no sabe ubicarse en ninguna geografía.
¿Eso pasa en
España? Se preguntan algunos conmovido
por la magnitud de algunos sucesos en aquel país. Y no es para menos cuando vez
a un líder político ofender, sin el menor talante y lejos de toda civilidad, al
presidente del gobierno. Falta de educación que le aproxima a un tipejo marginal
sin las más mínimas idea de la decencia. O cuando alguien, atraído por la
notoriedad, el fanatismo ideológico se separa de su turba irracional para
actuar como un lobo solitario y golpear en el rostro a la figura política más
importante de su nación que, además, es casi un anciano.
España, que fue el
primer imperio global de la humanidad, olvida su pasado desgastándose en
batallitas ideológicas, una corrupción pavorosa y la vacuidad que le impone la
improvisación política, las rencillas del ayer reciente, el intento de
venganza, que asecha sobre su presente, y la incursión, en su polémico escenario,
de nuevos mesías cuyo propósito es revivir el fracaso del socialismo para
reinventar la historia.
El mundo admira a España. Eso es verdad. No solo porque
es un gran país, sino porque su herencia se sostiene en el conjunto de valores
de veinte y un países del mundo que sustentan lazos culturales y psicológicos.
Más de 500 millones de personas hablan castellano y el español se ha convertido
en el segundo idioma de comunicación internacional después del inglés. Esos
datos cuentan y dan peso, tal vez gloria, al que sepa admirar el sitio donde ha
nacido.
En América Latina, a España se le percibe como la Madre
Patria a pesar de los crímenes abominables del sistema colonialista español
contra los pueblos autóctonos de la región y los africanos traídos como esclavos
a América. Ser descendiente de aquellos que llegaron a este lado del mundo es
muestra de un orgullo mayor al que sienten muchos que han nacido en la tierra
de Colón. En las costas oestes del Atlántico, millones de personas han
aprendido a querer a España porque se sienten parte de allí y se lastiman cuando le va mal.
Pensar a España parece ser un acto difícil, o tal vez
imposible, mientras los marasmos del fanatismo ideológico y la desmoralización
de la política dominen el discurso activo de la sociedad. Es verdad, una crisis de identidad cultural
azota a la península en su conjunto y el peso de esa restauración no debe caer
sobre los políticos. El potencial cultural de los españoles hacia afuera es
innegable. Sin embargo, son incapaces de volcarlo hacia dentro, justamente, en
este momento cuando las urgencias invitan a los hombres del saber, las
ciencias, el arte, la sociedad civil y los medios de comunicación asumir el
desafío.
En Estados Unidos,
donde en los últimos años las crispaciones por razones de ideas se han
disparado, los límites y las formas se respetan. Recuerdo a John McCain
calmando a sus electores cuando Obama lo venció en el 2004 en la carrera hacia
La Casa Blanca: El pueblo americano habló
claro, Obama es mi presidente. Aquellas palabras elevaron la condición de
héroe nacional que posee el senador McCain. Luego Obama, como gesto de cortesía
y elegancia, invitó a su rival a recibir un honor por el servicio prestado al país.
Eso es América. Una nación donde los colores partidistas desaparecen sin el
modelo democrático es amenazado. Acá las líneas rojas nunca son intermitentes y
los ciudadanos se apegan a sus valores hasta mostrarlos al mundo como un orgullo
nacional. El pueblo americano es unido en torno a sus símbolos patrios y todos
honran al que mayor sacrificio haga para preservarlos.
Dos países como
Rusia y Francia siempre han vendido sus esencias de nación a través de un ego colectivo que en
el imaginario de su pueblo los hace sentir importantes. Alemania, desde hace
siglos, tiene un pacto de identidad incuestionable. Italia, enaltece, desde su
pasado de gloria y sus momentos más críticos, el carácter del país con una
uniformidad respetable.
Los españoles
pueden volver a su esencia, el único camino que reintegra el orden moral de la
sociedad y el orgullo nacional. España necesita ser pensada con la cabeza para
quererla con el corazón.