Morir de viejo
I
Fidel Castro cumple ochenta y nueve años y reaparece acompañado
de Evo Morales y Nicolás Maduro, presidentes de Bolivia y Venezuela,
respectivamente. Estos mandatarios son sus mejores discípulos en la región e
interpretan la balada revolucionaria como dos trúhanes adoctrinados por el
hechizo del comandante. Comparecer al lado de alguien con cierta importancia
son regalos preferidos del exgobernante que se jacta de llegar a viejo y
mandar como mandan los que pueden.
Castro es y ha sido un calco de sí mismo. No se parece a
nadie y nadie, se presume, quisiera parecerse a él. Tiene el atributo de la perversidad
y el dogma de quienes siempre están arriba para mirar, desde la divina
providencia, la obediencia párvula de la muchedumbre. De ahí su innegable psicopatía,
su magia para estigmatizar la locura que padece, la obsesión por estar en la
historia después de su muerte, el miedo a morir y quedar sin historia.
Fidel Castro sufre y siempre ha sufrido. Y ahora más. Ya no
alcanza a ver su rostro cansado en el espejo ni tiene tiempo para escuchar las
versiones de su deliro. Las multitudes han desaparecido y los aplausos necesarios
para su existencia son resúmenes en periódicos y anécdotas en el olvido.
II
A La Habana voy
John Kerry, secretario de estado de América, acompañado de
una extensa delegación toman a La Habana sin sorpresa. Era de esperar. Obama, quien
con su política de la zanahoria (pero sin el palo) alberga la esperanza de un cambio
en Cuba dando este salto sorprendente y a gran velocidad.
El régimen cubano, dueño de la suerte en las mutaciones,
respira tranquilo en estas horas de pachanga porque están seguros que la fiesta
es larga. Cuba, nación preferida por los demonios, no se muestra inquieta ante la contra luz de sus gobernantes. Y el pueblo, que estará en el lugar de
siempre y haciendo lo mismo, bebe vino del circo y el pan del carnaval revolucionario
donde los yanquis tienen su espacio. (Por cierto, ¿cómo definir yanquis en
estos días cuando la bandera del imperio se impone en el malecón?)
Cuba siempre da razones para morirse. Como esta vez
quisieran morir de penas los frustrados. Los mismos que idealizaron un país
para todos y detrás de las rejas de las cárceles de Castro se veían en el festín
del triunfo.
Frustrados están algunos por perderse el segundo acto de
la puesta en escena. Incluso, muestran su remordimiento con rencor. No es para
menos. Eso sucede cuando se les otorgas a otros el derecho de hacer lo que es un
deber propio.
Dinastía
Fidel Castro, aprensivo y astutos, jamás mostró a sus
hijos biológicos en público. Y es compresible. Cuando alguien cree ser el padre
de todo un pueblo no hace preferencias. Sin embargo, Raúl alardea de su prole. Le
muestra al Papa Francisco a un nieto que cuida su espalda y a un hijo coronel.
Con Obama se reúne arropado por este último mientras su hija Mariela pone a bailar
a los homosexuales por las calles de la isla.
Los Castros, y eso es verdad, han definido el destino de
Cuba a su modo. De esa manera, no es extraño que muestren su linaje si de
continuar gobernando se trata.
Alejandro Castro Espín, y su hermana Mariela, suenan en
las quinielas de los estudiosos del tema cubano como posibles continuadores del
poder familiar. El muchacho es atinado en las interpretaciones de papá (a veces
se parece al tío) y ella no tiene comparación porque sus palabras discurren entre
la turbulencia del tabú y la algazara de la chusmería.
En el Caribe todo es posible y en Cuba más.
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