La sociedad cubana
está huérfana. Mutilada de ideas. “Cabreada”, pero silenciosa. Introvertida entre
los giros volubles de un abecedario incoherente donde las palabras no son
importantes y los hombres menos. Una sociedad así, estancada en el pesimismo,
condenada por una inquisitoria maldad disfrazada de bien, se desgaja a pedazo y
muere. Muertos están aquellos que la viven perentoriamente sin entender las
causas de la urgencia. Y no gritan (no pueden) y ese mutismo ciega su
esperanza. Algo etéreo, tan invisible como el miedo, se cuela por debajo de las
sabanas de cada cual mientras la gente avizora el futuro como ayer o hace un año
atrás. ¿A dónde ir? ¿A quien se le debe preguntar dónde están los caminos diferentes
si nadie ha trazado una hoja de ruta contraria al imaginario del poder? Ya lo
sabemos todos –al menos acá- quienes son los responsables de esa huerfanidad.
Ahora, cuando los
viejos cabecillas de la hacienda tienen sus días contados sobre la tierra, se
precisa establecer las pautas de la continuidad. Los herederos, cuyo nombre se
mencionan en los medios, quedarán consagrados a ser los dueños del redil con
pleno derecho a tutelar la suerte de un país en ruina. Y será así, porque las
fórmulas, aquellas ecuaciones del gran magisterio, no indican lo contrario.
Hoy, también mañana y por mucho tiempo más, regirá la ley del embudo y la
exprimidera. En ese atascadero -sin oraciones, misas y alejados de Dios- volverán
a medir la duración exacta de los desfiles y las entonaciones de un discurso
vulgar. La patria, vendida como mercancía de segunda en cualquier mercado de
este mundo, será una bandera de papel en la plaza. El pueblo, legitimado como
obediente, irá detrás de quienes vayan delante sin saber a dónde.
Si el comunismo
es imposible, el socialismo es probable. Tal probabilidad se ha comprobado en
la ruina que genera, en los abusos, los odios que engendra y sus crímenes. Y
ahí está, con ese nombre memorable y confuso. Incoloro y estéril. Malsano y
viril. Y es más que una palabra. Es la creencia conveniente para la polémica y
el despojo. Para usurpar la verdad, maquillar la mentira y revertir la historia
en un plató televisivo para una audiencia incauta y embriagada de fe. El
socialismo ha sido para Cuba como un sumidero execrable por donde se han
vaciado las virtudes de una nación y su gente. Aun así, persiste como
alternativa porque después de él, dicen sus ideólogos, el cao.
Pocos, salvo los
intelectuales, disidentes y exiliados políticos, están prestándole atención a
las reformas constitucionales en la isla. Los vecinos de cualquier barrio están
pendientes de la cena de hoy y la de mañana. Del querosén y del agua. De la
asistencia espirituales a los Orishas para no enfermarse o morir temprano. Y es
comprensible. Nadie deja su estómago vacío antes de hacer arte, política o rebelión.
El régimen lo sabe y logra salvarse de la inconformidad porque la gente sólo piensa en el hoy y el
siguiente día.
Siempre, definitivamente, existen quienes
tienen esperanza y al menos sueñan con pisar las mismas calles con asfalto nuevo
y ver otros colores en las paredes de la casa del vecino. Será tarde, pero
será.
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