Serán los
historiadores del futuro -aunque lo saben los de ahora- quienes arribarán a la siguiente conclusión: Fidel Castro ha sido el peor de todos los cubanos nacido en Cuba. Sin exagerar
nada y ajustándose a la verdad histórica, nadie ha hecho más daño al país y a
su pueblo que el desaparecido dictador. No pierdo el tiempo en mencionar las
pruebas de su maldad porque todos, absolutamente todos los cubanos, lo saben y han
sido víctimas -directa o indirectamente- de su alevosa malignidad. Las heridas
son las pruebas visibles que perduran para demostrar que alguien nos ha hecho daño.
Basta con escuchar a un compatriota de la isla, del exilio y hasta a los
miembros de la nomenklatura (uso la K para recordar a Cabreras Infantes quien
la utiliza al referirse al endrino sistema castrista) para advertir como la
profundidad del daño que porta, las secuelas del mismo y la resistencia a curarle, provienen del
imaginario encrespado del llamado comandante.
Tan mala suerte
ha tenido aquel pueblo que, justamente ahora, los herederos de turno han tomado
la fecha de nacimiento de Castro para iniciar una consulta constitucional. Es,
definitivamente, la última prueba inculpadora recayendo sobre las cenizas de
quien destruyó un país en vida y anima, después de muerto, con su legado revolucionario,
a continuar su destrucción. Y el arte de dañar es tan sofisticado, profundo y
lento que al día de hoy el pueblo sigue acostumbrado a las mismas cosas y a soñar
con un futuro diferente que no asoma por ninguna parte. La reforma constitucional
es el remache perfecto al continuismo. Aldabonazo a la inmovilidad, a la impúdica
presencia del marxismo y a la consagración de la miseria.
La invitación a
los exiliados a opinar, que a algunos alegra, es una trampa abyecta para legitimar
la obscenidad política en el país con el salvoconducto de quienes viven fuera. Asusta
el entusiasmo con que muchos acá acogen la convocatoria y hasta ven buenas
intenciones en La Habana cuando se trata de todo lo contrario. Y se oye clarito.
Clarito, por cierto, y a toda voz, que el partido será único, cuyo poder supera
cualquiera de las restantes entidades de la dictadura. En ese espacio reducido
solo sobreviven los revolucionarios y nadie más. Es el primer escalón para
instaurar un modelo chino a la caribeña que invita a comulgar con la revolución
o vivir externamente contra ella. Entonces, ¿Vale la pena opinar? ¿Servirá de
algo proponer ideas, sugerencias o cambios a un documento que la mayoría apoyará
sin haberlo leído y analizado en profundidad cuando de ante manos sabemos a dónde
conduce? La mayor sorpresa, porque sorprendidos hay, es creer que escucharán a
las voces discordantes de los residentes en otras orillas. También, están aquellos
cubanos deseosos de hacer su catarsis y aprovecharán la oportunidad para
descargar su impotencia en un papel para luego anunciarlo en sus biografías como
un mérito mayor.
Cada cubano es responsable
de sus actos aunque los historiadores no mencionen en los cuadernos escolares
el grado de su irresponsabilidad. Detrás de esa inmadurez está el fantasma de
Castro asomándose, como siempre y a todas horas, en la conciencia popular. Allí
se observa vigilante y seguro. Convertido en mito dentro de la ceniza. Amenazante.
Beneficiándose el miedo para advertir su eternidad. De espalda a quienes le reverenciaron
y disfrutando los elogios a su memoria. Sus ideas torcidas, como su propia
vida, se acomodan a un papel convertido en el documento jurídico más importante
del país. Le aseguraron los suyos, antes de morir, tenerlo en todas partes para
seguir haciendo de las suyas. Esa manera de hacer maldad lleva solo su nombre.
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