La aparición de dos agentes infiltrados en la disidencia interna de Cuba no es algo nuevo. Tampoco serán los últimos. La revolución cubana se reinventa con los mismos trucos y no sorprende a nadie con dos dedos de frente. Son manías viejas que internamente funcionan entre los sectores marginales del régimen, por ser éstos el bastión “inexpugnable” del castrismo. Por eso lo hacen. A la vez, exageran los casos para hacerle creer al cubano desinformado que la revolución está en control y que nada escapa a la vigilancia revolucionaria.
Los chivatos por regla general son personas de baja catadura moral. Los dos soplones, convertidos en héroe del castrismo al escucharlo hablar, desnudan el lado marginal de su conducta, la incultura general que le embriaga y la frialdad de sus almas. Son servidores del último momento, víctima del desespero y terraplenes mallugados por los verdugos a quienes obedecen. El guión que interpretaron, al delatar a los activistas por la democracia en Cuba, le servirá como agravante ante el juicio moral que la historia le reserva.
Dan lástima. A esta altura del partido, cuando el régimen se desmorona, sirven como carnada de la desesperación. Son tan incultos que ni dentro ni fuera de la revolución tienen espacio para algo digno. Ya lo decían los romanos: “Roma paga a los traidores, pero los desprecia”.
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