Mi madre tenía,
mejor dicho tiene, la capacidad de imitar hasta los pájaros, hacer cuentos de
Callejas e improvisar versos en las
madrugadas. A esa hora, cuando la luna era clara y cruzaba las rendijas del bohío,
mamá se retorcía en sus sábanas blancas y nos cuidaba el sueño tendiéndole trampas
a las mariposas. Fue, perdón es, su costumbre, acostumbrarnos a los buenos
augurios en plegarias diarias. Lo hacía tocando unos vasos con agua donde
ubicaba, y sigue ubicando, el alma de sus hijos. No sé, porque nunca lo decía,
cuantas horas gastaba en aquel ritual silencioso con olor a amapolas, albahacas
y abre caminos. Más de una vez, no sé cuántas, la vi susurrar oraciones aprendidas
de un viejo libreto de Allan Cardec. Yo era un niño y no entendía nada. Sin embargo,
temía preguntarle por aquellos versos que rimaban como campanadas sobre las
palmeras del patio o el ladrido del perro de Victoria. Cuando fui haciéndome mayor,
ella me tomó de la mano y caminamos por unos trillos erigidos por las pisadas
de mis primos, los tíos y mis abuelos. Caminos que se fueron cerrando, por el
paso de los años y la estampía, cuando la hierba se apoderó de todo y los
empedrados recodos de las colinas parecían verdeles de desesperanza. Ella me
explicaba el curso de la vida como si esta no tuviera fin. Asimilé que se trataba
de la certidumbre y del optimismo. Ahora
mismo, mi madre está en el lugar de siempre cansada de esperar y con ganas de
vivir más allá de la vida. Por los años, su voz se hace opaca y pergeñan otras
rutas -las ultimas- donde ansia encontrarme tan siguiera una vez por un breve
segundo. Ahora, ella y yo, entendemos el significado de la ausencia, el costo
del tiempo y las lejanías. Las horas sin vernos detrás de un espejo, donde imaginarnos
Botijal, la mata de ceiba, los eucaliptos, las travesuras de mi tío Israel y
aquellos atardeceres con nubes posibles de tocar con los dedos. Ella allá,
resignada de todo. Yo, en este sitio donde la recuerdo, sin maldecir a los
culpables de su ausencia, suplico por tenerla otra vez. Mi padre, acostumbrado
a guardar silencio para todo, la acompaña tranquilo y sin miedo. Los dos son
mis Dioses probables. Las personas en las que creo de manera absoluta (después de
Dios) y a los únicos que obedezco sin cuestionarles nada. Ayer, hoy -seguramente
mañana- volveré a recordarlos como cada día mientras no estén conmigo
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