Nací
en un país sin opciones a sueños y aprendí a soñar (a pesar de eso) porque los sueños,
para suerte nuestra, no estaban prohibidos. Así, imaginé París y la Torre Eiffel.
La puerta del Sol y la Gran Vía. El Coliseo Romano y el Vaticano. Después,
mucho tiempo después, cuando estaba lejos del país donde los sueños no son
opciones, caminé las calles de París y me hicieron hasta un reportaje con la
torre Eiffel de fondo. Madrid me pareció una ciudad conocida. Roma una repetición
de una clase de historia y el Vaticano un derroche injustificado. Hoy mis sueños
son tan encontrados y desapacibles que intento interpretarlos como una pesadilla.
Alguna vez, leyendo a Víctor Hugo, imaginé al París lejano de Jean Valjean y
recuerdo las recurrencias mentales en mis noches largas cuando soñaba al París
de hoy. Desde esta distancia, y casi a menudo, se recuerda el barrio donde se
ha vivido y al amigo de al lado, moribundo y pobre que no pudo salir. En los sueños
de ahora, aparece mi padre mirando la luna y a un torrencial aguacero en el mes
de mayo. Mamá, detrás de un fogón ancho como ella misma y mis hermanos alrededor
de una mesa esperando la incomparable sazón de sus comidas. Soñar es lo menos
prohibido en Cuba aunque los sueños cuesten tanto realizarlos. Ensueños grises
pedalean a raudales bajo la sombra de la inmovilidad. Las imágenes fantásticas
de la realidad se tientan en el despojo de un país dormido que aspira a ser
igual a medio siglo atrás.
Escribo
estas notas porque acabo de soñar. Todo era en colores. Había una multitud
congregada alrededor un árbol para verlo crecer. Nadie aplaudía aquella
ocurrencia natural porque era un milagro y la gente se mostraban felices. Después,
unos ancianos con pelambres largas -parecían ángeles viejos y sabios-
santiguaban a todo diciéndoles: creced como el árbol y seréis libre. Nadie creyó
aquella sentencia libertaria porque dejaron solos a los ilustrados. También el árbol
dejó de crecer y todo siguió siendo igual.