En
estos días, cuando el asombro nos acosa, parecemos perdidos en las orillas de
cualquier playa conocida. Por todos los sitios, con sus márgenes, por donde
acostumbramos andar, descubrimos, sin que ello sea casualidad, como se abaten
las pocas cosas buenas que van quedando del hombre. Una de ellas, la sensibilidad.
Esa capacidad para percibir las sensaciones internas y mostrar, desde la
moralidad, ciertas valoraciones hacia las personas y las cosas, cuando pasa por
el compromiso ético con las lasitudes humanas, languidece frente a la
impotencia para revertirla al orden de la normalidad. Basta con mirar las imágenes
donde aparece el nuevo presidente de España, Pedro Sánchez, quien saluda a unos
niños africanos pobres –residentes en aquel país- y luego, cuando se aleja de
ellos, se limpia sus manos como si heces fecales hubiera tocado.
Ese
hecho revela parte del mundo interior del líder socialista español. No son
necesarias palabras para advertir el desprecio hacia personas distantes de su realidad
y de sus condiciones de vida. No muestra compasión alguna y aquel momento (muy
malo para él) lo cumplía con el rigor de un protocolo particular en plena calle.
Aquel, donde se exige aparecer cercano, compasivo y amable. Sin embargo,
ninguna de estas tres cosas pudo cumplir porque su facha revelaba un incómodo
momento al cruzarse con aquellos “seres extraños” en su camino.
Existen
socialistas, en España y en todas partes, con la capacidad de moldear un
discurso atractivo, incluyendo y seductor. Disertación para enamorar a las
masas (palabrita del marxismo apropiada para identificar a la gente) y embriagarla
con el credo de la justicia social, la igualdad y la distribución equitativa de
la riqueza. Sin embargo, la dicotomía ética, el distanciamiento, el abuso de
poder y la arrogancia, los convierte en los principales enemigos de sus
pueblos. Ellos, fabricantes de miseria y división entre los ciudadanos,
terminan actuando como burdos capataces y abusadores con ferocidad aciaga. Su doble
rasero moral los sitúa en las antípodas del hombre común.
Yo,
si tuviera a este señor frente a mí y me entiende su mano, como mis raíces también
son africanas, me cubriría con un pañuelo para evitarle una desatención. Pensándolo
bien, lo mejor sería, por razones obvias, despreciar la suya. Es lo justo. El
desprecio es un talante cuando se usa para salvar la dignidad de un ser humano.
Algunos
políticos, como el caso que me ocupa, prefieren inventarse sus dibujos animados
o un show a la medida de sus exigencias donde pueden parecer piadosos,
amigables y solidarios. Ese ‘cartoon” es posible construirlo en Europa. Al
escrupuloso Pedro Sánchez deberían advertírselo cuando tropiece otra vez con niños
africanos o, como puede suceder, si se inventa un viajecito por el continente
negro.
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