Aseguran
muchos -y eso es verdad- que el mérito de los cubanos exiliados es su inversión
en la educación de sus hijos. A partir de ahí, se establece una diferencia con
el resto de las personas que llegan los Estados Unidos desde disímiles puntos
del planeta. En la mentalidad de los padres cubanos del exilio se ha fundado la
creencia que todo es posible y despliegan el máximo esfuerzo por sacar a flote
a su descendencia. Historias existen miles. Cada cubano tiene la suya, pero la
que me ocupa se expone de manera única. Es la de un joven que expresa en su
interior, en las ideas y su creación artística, los valores de la tierra
de sus familiares de manera especial.
Daniel,
nació en Durham, Carolina del Norte.
Hijo de Humberto Vidaillet, un eminente cardiólogo, natural de La Habana y Debbie,
una abogada de Oklahoma. Sus años infantiles transcurrieron en un ambiente
atípico y persistente. Las canciones de cuna sonaban en inglés y español y en
sus cenas no descuidaron aquellos sabores típicos de Cuba. Fueron esos primeros
años donde comenzaría a forzarse el carácter del niño Daniel y con él la
atracción por todo lo proveniente del país de su padre. La Guayabera, nuestra
prenda nacional, se ha convertido en su
camisa preferida y se ha impuesto en su personalidad hasta sentirnos extraños
cuando los vemos sin ella. El arroz con
frijoles negros, el plátano maduro frito, el cerdo asado y otras delicias de la
cocina cubana no han podido ser superadas por la hamburguesa u otras golosinas
de la cocina americana. Daniel, con el don de la sabiduría y la capacidad para
apreciar todo lo que posee algún valor, aprendió amar al país de su padre con
tanta devoción que su obra artística ha encontrado inspiración en los enigmas
de la isla, la vegetación del trópico, las aves y el pueblo cubano.
En
estos momentos, luego de un profundo estudio sobre ornitología cubana,
descubrió al gavilán caguarero, un ave rapaz, endémica de Cuba y en peligro
crítico de extinción y con hábitat exclusiva en la zona de Baracoa. Daniel, al
quedar fascinado con ese pájaro lo ha querido inmortalizar, y con seguridad lo
consigue, en una hermosa pieza escultórica elaborada con cucharas, cubiertos y
cuchillos de cenar. La originalidad del arte de Daniel es comparable con los
grandes porque transmite, con singularidad y sin espejismos, la transparencia,
la luz y una delicada excelencia en el acabado, cuya primera impresión es la de
un objeto salido de una moderna fábrica. Sin embargo, son las manos de este
joven quienes convierten en arte todo lo que toca.
La
creación artística de Daniel no se plantea lindes divisorios porque es tan
abarcadora como infinita en las configuraciones estéticas. Puede ir, como logra
demostrarnos, advirtiendo los matices visibles de un pez, el propio gavilán o
el mundo interior de una mujer atractiva convertida en escultura. Sus piezas aparecen
en movimiento, levitando ante un supuesto entorno que nunca es espectral o
vacío, sino yuxtapuesto a alguien o algo de significativo valor. Esta
percepción se logra, nunca por casualidad, sino
porque la abundante luminiscencia y el viso proveniente de los
materiales usados, que producen un reflejo mítico que va desapareciendo en la
medida que se escrutan las figuras hasta verlas alcanzar personalidad propia.
Las
formas geométricas, de algunas de sus piezas, posiblemente, desnuden la
universalidad de Daniel al concebir su entorno más allá del lugar donde vive o
ha estado alguna vez. Allí se aprecia el respeto por las formas, las líneas que
nunca terminan aunque estén unidas a otros puntos, sino que continúan hacia el
infinito de la imaginación. Son tan perfectas y simétricas que armonizan con
cualquier espacio donde sean ubicadas a pesar de exigir, preferentemente, un
sitio donde se priorice la exclusividad visual. La experimentación, la búsqueda
del refinamiento sutil y la sensualidad son palmarias y, obviamente, sustrae
cualquier pizca de superficialidad o facilismo. El arte puro es desnudo y
catártico. Se desvela en lo imaginativo, pero deriva de la realidad y sus
complejidades.
Daniel,
que solo ha visitado a Cuba dos veces y por breves días, es capaz de catar el
carácter del país de su padre, su fauna, la naturaleza política con las
tabulaciones ideológicas, propia de un régimen autoritario, y la pesadumbre de
la gente, es el ejemplo del hijo que sostiene con orgullo la herencia de sus
padres. Si otros hijos de cubanos nacidos en Estados Unidos interpretan a Cuba
con cierta nostalgia, Daniel lo hace con el júbilo que siempre es sostenible en
el arte. También con la inquietud de su futuro. Ese mañana incierto, distante,
confuso y esperado. Él ha comenzado asumirlo, preocupado por la gente y
aquellos seres vivos vulnerables y en peligro de desaparecer como su gavilán.
El
arte de Daniel Vidaillet merece difusión entre los cubanos de todas las
orillas. También, en otros espacios de cualquier país del mundo. Hay genios
potenciales, y Dany lo es, sin exposiciones todavía, ni critica especializadas
alabando su obra y menos, con catálogos de cabecera para las élites o la
farándula del mundo artístico. Daniel, tiene como mérito la paciencia. Es
perseverante, con ideas estéticas ilimitadas y una juventud que nos anuncia un
recorrido extenso para crear y, con ello, conmover a todos los que admiramos su
obra.
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