Hace
muchos años. Tantos, que es posible olvidar cuantos han pasado desde que
estamos retenidos en el mismo lugar, consiguiendo nada y aunque la intención sea
alcanzarlo todo. Ha sido una carrera dilatada contra el tiempo y los fantasmas
de extrañas ideas. Contra la adversidad del pensamiento único, la unanimidad,
los escarnios fundados en la mentiras y el parásito insular donde nacimos.
Buscando en las enciclopedias de la vida, encontramos referencias equivocadas y
somos menos que ayer. Posiblemente (la vida lo dirá) menos que mañana. Parece
casual y no es verdad, pero hemos sido infectados –al fin lo descubrimos- por
el virus del miedo, las incertidumbres, los fracasos y el desmán. Y todo pasa
por nuestros pecados. Nuestra culpabilidad es y será -mientras los atisbos de
futuro sean esas orillas- buscar a otros mares transitables y posibles,
regiones que nos acomodan a las exigencias del lugar y un halo de esperanza
improbable. Todos nos vamos para llevarnos a Cuba tan adentro que luego resulta
imposible volcarla hacia afuera. En nuestro interior, el suelo donde nacimos es
una arcadia feliz o el paraíso sobre la tierra. Es el imaginario colectivo de
quienes habitamos en paz la liberación lejos de Cuba o el sueño ideal de un
país por construirse.
Allá,
intramuros, envidian nuestro lugar. Sin embargo, no imaginan el dolor que
produce, en los de acá y a los de todas partes, no poder andar bajo las sombras
por donde anduvimos alguna vez, probar el olor del salitre de las playas o el
ruido intempestivos de cualquier ciudad. Desde la isla buscan y rebuscan
rebuscadas fórmulas para parecerse a nosotros, mientras de este lado
quisiéramos hacer lo mismo, pero sin admitir un ápice de violación a nuestros
derechos. Acá, casi todos, hemos aprendido a defender la libertad con menor
esfuerzo, en la comodidad de la palabra, en los medios y hasta en la invención
de un posible escenario de guerra. Aunque somos los mismos, las búsquedas son
inversas hasta convertirnos en adversarios en tales asuntos.
Algunos
cubanos, acostumbrado a mirar su importancia, poseen el don de amar de tal
manera que hasta a sus verdugos les admiran llegando a exonerarlos de culpas. No
es el perdón piadoso del creyente, sino el obligado ejercicio del miedo y su
complicidad. A la larga, todo ha sido
por culpa de esa pavura, vale repetir. Enfermedad real, contagiosa, silente,
abarcadora y sin antídotos eficaces para vencer su acción, al menos por ahora
en la isla. El miedo cuando se postra sobre una multitud frenética, áspera,
servil y tonta, embelesa para gravar la inmovilidad, la inapetencia y la falta
de decoro. Gustave Le Bon lo explicaba mejor que nadie y Albert Camus le llamó
la enfermedad del siglo XX.
Me
decía un sacerdote español: para curarse del miedo hay que amar al Señor. De ciertas
esta sentencia, entonces vivimos alejados de Dios. Tal vez, porque todo es
posible, estamos a tiempo de curar ese mal. Ojalá no siga siendo demasiado
tarde.
No comments:
Post a Comment