La era Obama fue de una nigromancía total. De la subversión de la palabra se pasó a conciliar el verbo y al acomodamiento de lo incómodo. Ser el primer presidente negro (lo cual no es verdad porque su lado blanco cuenta) mantuvo al mandatario, en la Casa Blanca, como a un niño fachendoso con sobrados afectos y grandes admiradores. Allí, por donde iba, dejaba la estela de su encanto y una fotografía a su lado podía ser (puede continuar hoy día siendo lo mismo) un premio a la integridad moral. Obama, podía decir la mayor estupidez –como seguramente las dijo- y al oído estúpido del receptor llegaba una broma o un desliz sin mayores consecuencias. En política, lo dijo un sabio que conozco bien, todo depende del lado donde se ubique el imaginario de la persona.
El tiempo de Trump es una convulsión constante, pero sin erupciones. Es decir, más royo que película. Sucede porque el presidente habla en voz alta, sin mirar al lado y sin tener en cuenta quienes le pueden escuchar. Esa sinceridad cuesta y está pagándolo caro porque los mismos encantadores (mediático) del presidente anterior se encargan de cargar las pilas de la desmoralización. Trump es –creo yo- un presidente a su manera. Como poco lo esperaban y como nadie puede hacerlo. Su guion, cuestionado o no, no pasa por el escrutinio de la hipocresía. Ya lo he dicho antes, Trump me parece el más humano de los presidentes americanos porque no actúa bajo la presión de lo correcto. Quise decir, de la simulación.
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