Continúa el tiempo detenido en la isla. Cincuenta y nueve años después, Cuba no es la misma, aunque parte de ella ande por ahí y otros hayan muerto. Nadie, o casi nadie, se asombra del tiempo, que irremediablemente pasa, en un país hecho al antojo de los iluminados quienes han pisado la sal de la desgracia hasta contagiar de miseria el alma nacional. Un siglo es un tiempo tan largo como su mitad. Y esta última parte la ha superado el espasmo de un loco experimento tropical. A esta hora, cuando se avecina una travesía incierta y sin rumbo, los vientos soplan a favor de los mismos timoneles. Acá, intramuros y en el imaginario de los poetas e intelectuales, se diezman las fuerzas de ayer y los de hoy (pertenezco a ellos) no distinguen el martirio porque la patria ya no es una razón para morir por ella. ¿Morir por Cuba, de que valdría? Si Cuba está muerta, sepultada bajo la sombra de la desconfianza, vulgarizada como una puta sin pudor y abierta al expolio de cualquiera. A veces, llego a pensar que bajo los escombros del castrismo están las lumbres de la esperanza y los nuevos adalides de este tiempo impreciso. Yo no lo sé -pocos lo saben- si esta demora es un castigo o un aviso de resignación.
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