Fidel Castro es un amigo ideológico de la maldad totalitaria. Aunque no cuenta para casi nada, porque su tiempo ya paso, sus palabras tienden a ocupar titulares en importantes medios internacionales de prensa. Luego son analizadas por politólogos, académicos y seguidores de la realidad cubana.
Ahora aparece una nítida, comprometida y lamentable reflexión del anciano dictador. Habla de Libia, del petróleo, de Gadafi, e inevitablemente, del imperialismo yanqui y de la complicidad europea con los sucesos en el mundo árabe. Allí desviste el odio patológico contra el orden internacional en su afán desmedido por alinearse al lado de sus amigos para luchar contra Estados Unidos.
Dice, sin mencionar la masacre del coronel Gadafi contra su pueblo, que una conjura internacional está detrás de las protestas en este país del norte africano. Vuelve a las estadísticas, una maña de viejo calculador, para ubicar al lector de donde estaba Libia, antes de su independencia, y a donde el excéntrico Gadafi la ha llevado. Asegura, “que al Gobierno de Estados Unidos no le preocupa en absoluto la paz en Libia, y no vacilará en dar a la OTAN la orden de invadir ese rico país, tal vez en cuestión de horas o muy breves días”
Parece estar en contacto con el dictador Libio cuando dice: “Por mi parte, no imagino al dirigente libio abandonando el país, eludiendo las responsabilidades que se le imputan, sean o no falsas en parte o en su totalidad”.
Hoy el líder libio habló a su pueblo. Lo hizo con el acento y el dedo atinado de la amenaza. Acudió al único argumento que tiene un dictador: la fuerza. Juró morir como un mártir, como Castro lo concibe en su reflexión.
La reflexión de Castro y la comparecencia de Gadafi no son manías párvulas ni palabras huecas. Pertenecen, las mismas, al discurso letal de los dictadores.
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