Creo en Dios, sobre todas las cosas, y también en el hombre, su mejor creación. Del primero, suscribo todo sin poner nada en dudas. Del Segundo, dudo casi todo. Dudando de los hombres (y de mí) llegué a conocer a los buenos, a los menos buenos y a los execrables. Me ayudaron mis padres, durante la infancia. Luego, los avatares de la vida. Es decir, las escuelas, los maestros, la Universidad, los amigos y enemigos, los libros, algunos amores de entonces, personas que pasaron (de repente) minutos conmigo y otras que han permanecido siempre a mi lado. Ahora, después de una largo aprendizaje, que nunca termina, puedo identificar a los malos disfrazado de buenos y viceversa. Ser psicólogo me sirve de mucho y, confieso, a veces de nada. En ambos postura, me surgen las dudas. Después, vienen las preguntas. Me invito a pensar para poder responder.
Hoy, vi en las noticias, con sobrada ecuanimidad, la cara del Papa Francisco, al lado de Donald Trump. Estaba tieso. Estirado e incómodo. Su mirada, era un puntillazo sobre las alfombras. Se le vio circunspecto, distraído, en trance de una aparente soledad y alejado de aquella escena no deseada. Parecía dominado por un estado de obnubilación perpetua y una desagradable pesadilla. Se le vio cansado, arrepentido, por ese momento, de su posición terrenal. Sin poder alguno para evitar estar al lado de alguien que, evidentemente, no le atrae. A pesar de todo eso, Francisco era el hombre bueno. Trump, esforzado en las formas, sonreía. Su sonrisa, aprendida en los protocolos de la diplomacia, impresionaba una mueca opaca, surrealista, displicente y tímida. Además, estaba incomodo, frugal, concentrado en las líneas del guion, accesible a la buena impresión y, por primera vez, mostraba cierto grado de humildad. Tal vez, se sentía temeroso. Juzgado, como nunca antes, por el poder de los Dioses, colgados, desde siglos, en los pasillos del sagrado recinto. A la vista de todos, muchos lo percibieron como el hombre malo.
Entre lo malo y lo bueno existe una absoluta relatividad. Obvio, como en todas las cosas. Depende, de donde se mire y hacia quien va dirigida la mirada. Francisco, cuya divinidad terrenal nadie la cuestiona, ha sido muy claro en su repudio al presidente Trump. Esa moda suya, de estar más cerca del zurdo que del otro lado, delata su carácter y sus preferencias. Parcialidad impropia a la vista del Señor, quien nos acoge a todos como hijo suyos sin importarle siquiera nuestros pecados (eso aprendí en el Camino Neocatecumenal, en la Iglesia San Gerónimo, en Victoria de Las Tunas)
Los records de Trump (negativos o positivos) están por venir. Sin embargo, junto a Fidel Castro, responsable de los mayores crímenes de América Latina, el Papa Francisco, emerge relajado, cercano, amistoso, agradecido, confiado, catártico y hasta divertido. En Cuba, seguía siendo el hombre bueno que, indudablemente, todos creen.
El rostro de Dios no es un duplo casual de las cosas, ni es un simple entendimiento para una ocasión y menos un credo de márgenes estrechas. El rostro de Dios es claro. Único. Imparcial y solidario. En fin, divino, misterioso y verdaderamente bueno. Y es eso en lo que creo.
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