Fidel Castro no se acaba de morir -diría yo- porque anda con sus hartazgos aviesos haciendo travesura por ahí. Sus cenizas polutas, guardadas en una roca aovada y al lado de Martí, son la omnipresencia de su maldad. Se huele y se retrata, cada segundo y a toda hora, en las polvorientas esquinas de un boulevard o en un almacén de productos donados para revender. Entre los bueyes del campesino que se presta la tierra, que debió ser suya, o el timbalero de un órgano oriental. En los bajareques de la sierra, por donde anduvo aquella vez, y la madriguera de las prostitutas del malecón. Fidel no acaba de morir porque le lloran, cada día, aquellos que lo desean vivo.
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