La hija de Raúl Castro, cuyo nombre vale la pena recordar, por ser hija de quien es, se introduce cada vez más, por designio de su poder, en los espacio de la política. Su carácter extrovertido y frágil, denota una visible particularidad psicopática que, como su tío, el fallecido comandante, no puede ocultar. Es histérica. Le gusta ponderar las diferencias que solo ella puede ejercer. Se encumbra en defender a las víctimas (homosexuales y lesbianas) de su padre. Es “divertido” verla salir con ellos por las calles de La Habana a golpe de tambor y conga y hacer conferencias por todas partes del mundo. Por eso y más, se ha convertido en el rostro visible de la continuidad. Es el germen contagioso del castrismo a nivel internacional. La mujer que, a la inversa de su linaje machista, le pone una pizca de sazón feminista y tolerante al mejunje revolucionario.
Es, y eso se observa a simple vista, atinada. Domina las escenas donde concurre y le cae bien a los suyos. No es carisma, es curiosidad. De alguna manera, por las razones que sean, sus batallitas a favor de los homosexuales y tal, la catapultan a la aceptación, le abren camino, allí donde quiere llegar. Es la jugada perfecta para asegurarle a papá que los caminos para mantener a la revolución en el poder, no solo pasan por la confrontación política y los tiroteos a los cuarteles. Transita, porque lo que asegura su actuación, por pisar terrenos vulnerables y sensibles a los ojos del mundo. Es el guion de la tolerancia simulada, de las puertas que se abren a media y de un sistema, que al podrirse por dentro, muestra maquillado su desgaste en el rostro de una mujer.
Las expresiones vulgares de la infanta Mariela Castro, en Madrid, pueden asombrar a quienes ignoran el poco talante de un proceso hecho por machos que hicieron del lenguaje un arma de combate. El propio Fidel, que articulaba sus discursos apasionadamente, estimulaba respuestas groseras desde el escenario asignado a la muchedumbre. La revolución cubana nunca ha tenido decencia porque se armaba (todavía lo hace) de epítetos degradantes para atacar a sus adversarios. El que transite una ruta diferente al castrato se convierte en víctima de un vocabulario soez diseñado para transgredir la moral de los demás.
El incidente con el reportero español y sus palabras: “…me pueden quitar al moco pegado que tengo aquí al lado”, tienen, desde todos los puntos de vistas, tres grandes lecturas. La primera, que deriva de su autoridad en Cuba, desnuda a una Mariela acostumbrada a dar órdenes y a que se cumplan. La otra, no menos importante, es que no esconde su desprecio por aquellos que están en los márgenes de su credo. La tercera, su enfado, la puede llevar al extremo de dar mordiscos utilizando las palabras, como primera señal, en vez de las uñas, como realmente quisiera.
Lo visible, además del histerismo, en la sexóloga Mariela, es su capacidad de impunidad. Su poder para ejercer la indecencia en cualquier escenario y encontrar acólitos que vayan a su rescate. Y, por su fuera poco, interpreta el papel de víctima para protegerse en el quejumbroso abrazo de su gente.
Cuba, dañada por una plaga de políticos incautos y dogmáticos, sigue mostrando que el castrismo, cuyo daño antropológico durará años, es un mal con raíces profundas en el alma de la nación. Si los de arriba son inelegantes, como acaba de demostrar la hija del general, ¿qué pasará con los que habitan los niveles más bajo de aquella insular sociedad?
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