Ha muerto, en La Habana, Fidel Castro Díaz Balart, hijo del dictador cubano de igual nombre. Tenía 68 años de edad y una historia personal incierta por el entorno de autoridad, secretismo y terror que le rodeaba. Su vida de niño pasaría por el trauma de la separación forzosa. Su padre, el desaparecido Fidel Castro, obsesionado con poseerlo todo, lo arrebató a la fuente de seguridad, que era su madre, para forjar en el menor un carácter revolucionario similar al suyo. Vivió secuestrado y en silencio hasta un día, donde aparece convertido en hombre, científico, estratega nuclear, dominando varias lenguas y un parecido al padre que algunos imaginaron la continuidad del castrismo en un rostro análogo al patriarca de la revolución. El misterio y los mitos del gobernante antillano le acompañaron siempre. Es la lógica en un país sin transparencia, donde el imaginario del pueblo crea héroes y villanos. Fidelito, por ser el hijo de papá, era lo primero para la gente de aquel país.
El doctor Sigmund Freud, con su Psicoanálisis, junto a otros destacados psicólogos y psiquíatras, asegura que los traumas de la niñez, prensan tanto al individuo, en la edad temprana, hasta llegar a provocar, en las etapas posteriores de su desarrollo (adolescencia y adultez) la aparición de ciertos traumas de importancia. ¿Cuáles serían los de Castro Díaz Balart al ser separado, por el atrevimiento de un tirano, de su madre a los ocho años de edad? Nunca lo sabremos. Y cabe preguntarse: ¿Alguien es capaz de imaginar a Castro, después de un monólogo de siete horas, regresar a su casa y dedicarle treintas minutos de juego a sus hijos o decirle los quiero? Fidel Castro amaba sólo a su revolución lo cual era igual que amarse a sí mismo.
Ser hijo de un déspota tiene su precio y Fidelito (como todos lo llamaban en Cuba) hoy lo está pagando. He leído las reacciones, sobre las supuestas causas de su muerte, en las redes sociales y he encontrado algunos comentarios que invitan a reflexionar. Alguien, atraído por su militancia contra el castrismo, brindaba por el fallecimiento del hijo mayor del dictador cubano. Es verdad, que vivió los privilegios negados al pueblo, disfrutaba de la miel del poder, viajaba libremente por el mundo, vacilaba de lo lindo (así decimos en Cuba) y nunca mostró, al menos que se sepa, una pulgarada de inconformidad por los excesos de su padre. Todo eso es verdad. Sin embargo, no mató a nadie, ni dictaba sentencia injusta contra otro cubano y menos exigió a millones de compatriotas suyos ir al exilio. Distinguir entre hijo y padre es importante. Fidelito no escogió al papá que tuvo. El destino le concedería, en ese caso, la peor de la suerte.
Justamente, después de la noticia del fallecimiento de Castro Diaz Balart y las reacciones sobre su tragedia, recordaba la masacre ordenada por Vladimir I. Lenin contra la familia imperial rusa, los Románov. El creador de la URSS, abatió con el mismo odio cerval al Zar, a su esposa y a sus cinco hijas. También, a todos aquellos miembros incondicionales de su séquito decididos acompañarle. Para aquel criminal bolchevique las hijas del Zar eran como su padre y merecían igual castigo ¡Qué horror! (…) La magnitud del rencor de un tirano y sus maldades no deberían, por venganza, llevar a nadie a repetir los mismos actos de su execrable actuación. Sería saludable, para el bien de Cuba y su futuro, desprendernos de los estigmas malignos de Castro. Aquel sistema enseña a odiar. Lo sabemos todos. Nosotros, con honestidad lo digo, debemos ostentar nuestra superioridad ética sobre el imaginario comunista insular. Hacer la diferencia, a la alta dosis de odio del castrismo, implica demostrar algo superior en cuantía y atributo: la piedad para los que no tienen las manos limpias de sangre
Ser hijo de un déspota tiene su precio y Fidelito (como todos lo llamaban en Cuba) hoy lo está pagando. He leído las reacciones, sobre las supuestas causas de su muerte, en las redes sociales y he encontrado algunos comentarios que invitan a reflexionar. Alguien, atraído por su militancia contra el castrismo, brindaba por el fallecimiento del hijo mayor del dictador cubano. Es verdad, que vivió los privilegios negados al pueblo, disfrutaba de la miel del poder, viajaba libremente por el mundo, vacilaba de lo lindo (así decimos en Cuba) y nunca mostró, al menos que se sepa, una pulgarada de inconformidad por los excesos de su padre. Todo eso es verdad. Sin embargo, no mató a nadie, ni dictaba sentencia injusta contra otro cubano y menos exigió a millones de compatriotas suyos ir al exilio. Distinguir entre hijo y padre es importante. Fidelito no escogió al papá que tuvo. El destino le concedería, en ese caso, la peor de la suerte.
Justamente, después de la noticia del fallecimiento de Castro Diaz Balart y las reacciones sobre su tragedia, recordaba la masacre ordenada por Vladimir I. Lenin contra la familia imperial rusa, los Románov. El creador de la URSS, abatió con el mismo odio cerval al Zar, a su esposa y a sus cinco hijas. También, a todos aquellos miembros incondicionales de su séquito decididos acompañarle. Para aquel criminal bolchevique las hijas del Zar eran como su padre y merecían igual castigo ¡Qué horror! (…) La magnitud del rencor de un tirano y sus maldades no deberían, por venganza, llevar a nadie a repetir los mismos actos de su execrable actuación. Sería saludable, para el bien de Cuba y su futuro, desprendernos de los estigmas malignos de Castro. Aquel sistema enseña a odiar. Lo sabemos todos. Nosotros, con honestidad lo digo, debemos ostentar nuestra superioridad ética sobre el imaginario comunista insular. Hacer la diferencia, a la alta dosis de odio del castrismo, implica demostrar algo superior en cuantía y atributo: la piedad para los que no tienen las manos limpias de sangre
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