Lo confesó un turista mexicano que voló a Cuba desde Miami. En la antesala del viaje, a ese latinoamericano, radicado en Estados Unidos, le sorprendió la alegría mostrada por los viajeros cubanos que regresaban a encontrarse con su familia en la isla. En el aeropuerto internacional de Miami la mayoría alardeaban de sus logros en el exilio, de sus éxitos económicos y de cuanto ansiaban el momento de volver abrazar a los suyos a noventa millas al sur del gigante del norte. Bebían, mostraban en sus cuellos gruesas cadenas de oro, en las muñecas manillas del preciado metal y en sus cabezas el imaginario de la libertad, que supuestamente desean para los oprimidos en Cuba.
El despegue fue puntual. En el aire, la algazara era mayor. Contaban los minutos para pisar el suelo a donde habían nacido. Prometían besar la tierra, ir al extremo de la isla para llevarles flores a Cachita, pagar una promesa en Guanabacoa, cerrar las calles donde crecieron e invitar a los amigos a festejar el regreso oportuno al barrio. Querían llevar a sus parientes a Varadero, darle de comer, comprarles ropas, repararles las casas y devolverle la esperanza con dólares ganado con el sudor de sus frentes en el trabajo de cada día.
Hablaban tan alto como la altura del avión sobre el estrecho de la Florida. Deseaban tomar todas las imágenes posibles de las costas cubanas. Querían embriagarse de Cuba para llegar absorto y para olvidar la ruta de donde habían llegado.
El anuncio temprano del aterrizaje no era una sorpresa para quienes seguían el movimiento indetenible del reloj. Muchos lloraban, la emoción contagiaba a la tripulación que alababa las bellezas del país donde a llegarían. Entonces, la Guantánamera apareció por los megáfonos de la nave y la el llanto floreció como una regadera de emociones. Los viajeros de los pasillos buscaban la abertura de las ventanas para ver el azul penetrante del océano, las madres les inculcaban a sus hijos amar el país donde ellas habían nacido y hasta unos cuantos entonaron las notas del himno nacional.
Al tocar tierra, un aplauso unánime y espontáneo convirtió al avión en una tribuna de felicidad. Pero había desaparecido la alegría, nadie mostraba el brillo de sus prendas, los ostentadores estaban callados, también las mujeres con sus hijos y los exitosos comerciantes de la mentira.
Bajaron con la disciplina de los sumisos. Obedecieron sin quejas a los oficiales del ministerio del interior que demarcaban los primeros momentos de su estancia en el país. Estaban callados y en sus rostros el miedo abrumaba la suerte de sus cortas vacaciones en Cuba.
Cuenta el mexicano, sorprendido por tanta incongruencia, que aquel silencio en la isla le indicó que una cosa es en el aire y otra en la tierra.
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