Sobre el asfalto interminable de los callejones habaneros, en la mayor de las plazas cansadas del tumulto, en las esquinas silenciosas de un barrio y su miseria, se percibió el olor de sus gladiolos, el color transparente de sus consignas y el clamor pulcro de sus demandas.
Estaba en la primera línea con una hueste de hermosas mujeres empuñando la razón frente a los cañones. Serena, con la lucidez del optimismo, su voz se escuchaba en las paredes lejanas del universo y el agresor trepidaba en su presencia.
Con la verdad en su cartera estremeció los muros del poder. Escaló la altura posible en un país abrumando de miedo. A pesar del cansancio, la débil estatura de su cuerpo enfermo, movilizó las tribunas desesperadas del tirano y de pronto, toda la ciudad supo que sus barcos cruzaban a todas horas la bahía aunque las tormentas fueran pavorosas muchedumbres salidas de los barrios menesterosos que ella deseaba cambiar.
Pocos en estos tiempos de desconfianza pudieron mirar como ella al sol desde el trópico, con la seguridad de alcanzar el mayor de sus destellos.
Laura urgió la esperanza en un pueblo dormido. Retó a los hombres sentados bajo la sombra de la espera a tomar el camino que había transitado para llegar temprano a la libertad.
La seguiré encontrando en las calles que siempre fueron suyas, frente a los muros viejos del malecón, en las catedrales cómplices y querellantes, en un retrato repetido en medio siglo, cuando otras mujeres son impedidas de procrear una nación con su esperanza, en los versículos de un libro de una historia inconclusa y en las paredes carcomidas de la ciudad.
La esperaré en esas mismas calles donde escribió un poema en primavera.
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