El anuncio del gobierno cubano, a través del periódico oficialista Granma, de dejar morir a Guillermo Fariñas, antes de ceder a las súplicas del disidente, demuestra el lado criminal del castrismo. Con la frialdad de un verdugo, acostumbrado a matar, advierten al mundo su decisión y con ello se lavan las manos.
Con la misma prontitud derivada de la complicidad, Ignacio Lula Da Silva, compara a la disidencia cubana con los bandidos de Sao Paulo. Esas declaraciones, además de crueles y extemporáneas, son un signo catártico que desnuda la naturaleza inhumana del presidente brasilero, en el cual muchos confiaron como un posible facilitador y ahora quedan decepcionados por su parcialidad con el régimen cubano. Si penosa es la reacción de Raúl Castro, bochornosa y lamentable resultan las declaraciones del presidente de Brasil.
Pero ¿que podíamos esperar de Lula, quien se ha convertido en un hechicero para encantar al mundo, mientras vive ocultando su lado sombrío?. El ex líder del partido de los trabajadores del país carioca pertenece al grupo de elegidos que creen, con absoluta firmeza, en la posibilidad de desmontar el capitalismo desde el ideario gramsciano cuando, hace algo más de veinte años, fundó junto a Fidel Castro, el Foro de Sao Paulo, una "segura" avenida de acceso al poder de la extrema izquierda.
La izquierda es militante y solidaria. Lula, como un respetable representante de ella, siempre lo ha sido. Ahí está el caso de Zelaya en Honduras para demostrarlo. Con el tema cubano, Brasil mirará siempre por los ojos del régimen. Por ello ha optado, como decisión política, no discutir con nadie en público el tema de los derechos humanos en la isla.
Si Fariñas muere es culpable, en primer lugar, el régimen castrista, que no accede a modificar sus errores por la empecinada ridiculez de no ceder a nada aunque hayan muertos de por medio. En segundo lugar Lula, porque sus declaraciones anticipan una justificación a la actitud de La Habana ante la opinión pública internacional. Los terceros responsables serán, aquellos que pudiendo cambiar el curso de los acontecimientos guardan sus lenguas debajo de los calzoncillos como lo hace el presidente del gobierno español José Luís Rodríguez Zapatero.
¿Por qué las autoridades cubanas se muestran impasibles ante la muerte de Orlando Zapata, hace unas pocas semanas, y el posible fallecimiento del licenciado Guillermo Fariñas? La revolución cubana tiene una larga historia de crímenes alevosos desde los días de la Sierra Maestra. El propio Ernesto Che Guevara, narra en su libro “Pasaje de la Guerra de Guerrilla” como se realizaban juicios sumarios en las montañas de Oriente y luego eran ejecutados jóvenes rebeldes, sin derecho a defensa alguna, por faltas menores como robar una lata de leche condensada. El guerrillero argentino llegó a creer que los guajiros fusilados pudieron haber estado al lado de la revolución si no hubieran confundido aquella gesta revolucionaria como una aventura de bandidos.
En enero de 1959, en la antigua provincia de Camagüey, Fidel Castro fue informado, mientras conversaba con unas monjitas de un convento de la ciudad, que quedaban algunos focos de resistencia en el territorio. La respuesta del joven comandante fueron contundente: “Captúrenlos, háganles un juicio y fusílenlos”. Después, a lo largo de toda la isla, movilizó al pueblo para justificar los asesinatos de los antiguos activistas de la dictadura anterior. “Paredón, paredón, paredón”… era un exclamación casi unánime salida de las gargantas del confundido pueblo cubano que, cautivado por el hechizo de Fidel Castro, apoyó la ejecuciones de cientos de compatriotas.
El asesinato de Arnaldo Ochoa en 1989 y otros tres altos oficiales de las Fuerzas Armadas revolucionarias y el Ministerio del Interior, por órdenes del alto mando del país, dejó como lección la soberbia implacabilidad del régimen hasta con aquello que hicieron la revolución.
El 11 de abril del 2003, por orden expresa de Castro tres jóvenes negros fueron condenados a muerte por intentar alcanzar las playas del sur de la Florida, convirtiéndose este hecho en una de las mayores alevosías del castrismo. Ante la crítica de muchos gobiernos del mundo, el entonces canciller, Felipe Pérez Roque, respondió que habían sido ejecutados para evitar una guerra con los Estados Unidos.
Un hecho sorprendente, además, es que los últimos cuatro asesinados en Cuba han sido jóvenes negros. Sé, porque lo sufrí en carne propia, cómo reaccionan los gendarmes de Castro contra los opositores de piel oscura. Zapata y Fariñas con su piel de ébano, su gallardía y la inteligencia son atascos para el régimen y lo prefiere muerto aunque sobre su arrogancia caiga el peso de su culpa.
Es hora de advertirles a los hermanos Castro, a Lula, a Zapatero y a todos aquellos coadjutores del crimen en Cuba que la memoria de los pueblos nunca muere.
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