Imagino aquella madrugada de abril. Algo fría. Brisa a intervalo, calma absoluta, oscuridad en la escena y un escaso auditorio de ejecutores pagados por un asesino mayor. Nadie escucha el lamento de aquellos condenados a morir, quienes todavía pensaban en superar la tragedia y volver al barrio pobre de donde habían salido. Sin embargo, la solemnidad de la muerte le esperaba con el júbilo con que los dictadores matan. Fue un muerte rápida (sin tiempo para una oración) e innecesaria. Llegaron al paredón cansados de llorar. Sin poder hacer su última cena y no les cabían recuerdos en sus mentes turbadas entre tantas gentes amadas, pero recordaban a sus madres más que a cualquiera.
Sus piernas débiles temblaban y apenas escuchaban las voces de mandos del jefe del pelotón de fusilamiento. Habían muerto antes de matarlos. Eran tan frágiles (como todos en Cuba) que en su impotencia se resignaron a morir ellos mismos, como en un suicidio imaginario. Era el único recurso contra aquella injusticia. Quienes le dispararon tenían su edad y también, tal vez –porque nadie sabe cómo piensa el otro- los mismos deseos de escapar de aquel país impuro y solemne, pero cumplían la orden con rigor y apretaron el gatillo con los ojos abiertos hasta verlos caer frente a ellos.
Después, cuando la madrugada se escapaba, los verdugos no informaron al dictador de aquellas muertes. En ese momento, Fidel Castro disfrutaba el sueño placentero en la comodidad de su poder y lejos del dolor causado a tres madres cubanas. En las siguientes horas, el comandante, con la habilidad atribuida a su astucia, se dispuso a superar los retos por el crimen. Llamó a los intelectuales de adentro (también de afuera) y estos hicieron cartas justificando el crimen para lavar las manchas de la autoridad de Castro. Luego, como suele ocurrir en un país sin fronteras y con un pueblo embriagado de nada, todo volvió a ser igual.
Fue un 13 de abril, del 2013, cuando las ráfagas del castrismo descargaron su odio contra los cuerpos oscuros de tres jóvenes negros inocentes. Las últimas víctimas mortales del régimen, Bárbaro Sevilla, Lorenzo Copello y Jorge Martínez, exteriorizan el racismo de Castro con este abominable crimen, quien en apresurada declaraciones dijo: “había que dar un escarmiento”. Lo dio de la mejor manera y fue asesinando.