Donald Trump llega a la presidencia de Estados Unidos atrapado por unas manifestaciones globales en su contra, por el pesimismo de los que auguran su fracaso, con una nación ideológicamente dividida y, sabiendo a conciencia, que no la tiene fácil porque, expeditamente, y por primera vez en la historia, un presidente americano parece ser el mandatario del mundo. No es un tremendismo impensado, ni un examen hecho de prisa y, mucho menos, un cálculo auspiciado por la improvisación.
Las manifestaciones en Sídney, Berlín, Londres, Washington y otras grandes ciudades de la tierra demuestran que los ciudadanos de todas latitudes asumen a Estados Unidos como un gran país que gravita, quiéranlos o no, sobre ellos. Sus fronteras parecen tener inicio, también comienzo, en las propias orillas del continente americano. La globalización, que acerca más a los pueblos, pasa por las ideologías también, gracias al desarrollo tecnológico y a las nuevas inventivas del hombre. Sin embargo, esta oleada mundial anti Trump, consigue polarizar el caldeado ambiente filosófico, posicionando a la izquierda radical en abanderada de un liderazgo alternativo al orden democrático tradicional. Tal posibilidad parece remota de alcanzar si sus métodos pasan por la violencia demostrada en estos días en las calles y por exteriorizar a la hoz, al martillo y a Che Guevara como símbolo de sus aspiraciones.
Este escenario es difícil para el presidente Trump, que antes de gobernar ha comenzado a ser observado por un lente escrutador que no da margen al mínimo error. Tal vez, porque en política nada está escrito, esos eventos compelan a una buena administración si, tal como se muestran en las imágenes de inconformidad, el mundo también quiere una América mejor.
Parece que estas manifestaciones mundiales tratan de advertirle a Trump que una coriza en Washington, por el efecto en cadena que produce lo bueno o malo en Estados Unidos, es un grave catarro para esos países y sus pueblos. El pronóstico calamitoso que auguran a la nueva administración no es cierto cuando todavía no se ha iniciado el largo recorrido de cuatro años (pueden ser ocho) de la era Trump.
Las mayores dificultades, que indudablemente encontrará el presidente desde el primer día en la Casa Blanca, pasan por la acritud de sus adversarios en el partido demócrata y de una prensa que se alista para intentar lincharlo políticamente a toda costa. Si los medios son, como realmente es, el cuarto poder se dejará sentir como nunca antes para bombardear los flancos débiles del mandatario y activar en su contra las críticas de la ciudadanía.
Los intelectuales gramscistas, los progres enfurecidos, los inconformes de todos lados (herederos del guevarismo como alternativa) y la resistencia militante del radicalismo de izquierda, se han adelantado al presidente Trump construyendo el primer muro. Es una muralla ideológica, por demás infranqueable, y resistente al reconocimiento de su derrota y está dispuesta a mover los hilos de la intriga, la subversión, el fatalismo y la desconfianza para entorpecer cualquier cosa que venga de la Casa Blanca.
Realmente, es complejo el escenario que le espera a Trump. Por una parte, le favorece saber por dónde lanzan piedras sus enemigos pero, existirá un andurrial partidista y mediático muy obscuro asechando para golpear e intentar despojarlo de su autoridad nacional.
La polémica sobre el populismo, atribuido a Donald Trump, cuando dijo: la ceremonia de hoy tiene un significado muy especial, porque hoy no solo transferimos el poder de un gobierno a otro o de un partido a otro, sino que transferimos el poder de Washington DC y lo devolvemos a ustedes, al pueblo, tiene en sus críticos, un grave error conceptual y de ilustración política acerca de las verdaderas sociedades democráticas. La democracia, como forma de organización social, política y económica, tributa la titularidad del poder a los ciudadanos, donde las grandes decisiones colectivas se adoptan por el pueblo a través de mecanismos de participación que dan poderes a sus representantes en las instituciones políticas del estado. Eso son los pilares fundacionales del sistema democrático y solo pierde su transversalidad cuando ocurre a la inversa. Entonces, esas definiciones y las propias palabras del presidente, contradicen las interpretaciones de los críticos, cuando tildan de populista a quien intenta darle la alineación correcta que necesita el modelo democrático.
Los populismos (desde Mussolini y Hitler hasta llegar a Castro y Chavez) conceptualizaban la verdadera democracia como el poder del pueblo en la sociedad. Sin embargo, luego negaban el derecho de participación libre a los ciudadanos en sus respectivos países. Esa aberrante definición, además, de falsa e improbable, si se acomoda al discurso populista del extremismo descarriado que algunos tratan, sin obvias razones, de aparentar con el discurso del presidente Trump en su juramentación.
No me asiste, al expresar libremente mis opiniones, una afiliación militante e inmovilidad de credo, con incondicionalidad incluida, hacia la nueva administración, como algunos aseguran. No, se trata de un axioma perdurable y simple que asegura: lo mejor para juzgar las acciones de una persona es el tiempo y sus obras. Si mañana, desde la Casa Blanca, se formula el error, ahí estaré para asumirlo en el papel con dureza y críticas. Ruego a Dios, por mi propio bien y el de los demás, que no sea así.
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