La aparición de
Fidel Castro, después de varios meses sin asomar la cara, vuelve a ser noticia.
Las reacciones provocadas por el hecho son comprensibles. Sin embargo, Castro
es pasado y aunque continua siendo el resorte moral de la dictadura está orbitando
en la nada, sin espacio de movilidad. Persiste en el escenario de la política porque
ha heredado tal potestad. Lo asume, por su ego que le facilita estar en la
teatro de operaciones revolucionarias y porque el régimen necesita de un
símbolo aunque sea apagado y él se presta como ascuas bajo las cenizas.
Los adversarios
salen de su madriguera a opinar y construir posibles escenarios. Nadie se da
cuenta que tales reacciones alimentan al mito. Lo revive.
Fidel Castro es un
hombre perverso, engreído, sumamente astuto, psicópata incluso. Gusta de lo
bueno en privado y aborrece eso mismo frente a una multitud. No es sincero, ni
original, tampoco honesto. Sabe mostrar diferentes rostros a la vez sin olvidar
ninguno. Se desdobla en todos los lados posibles de las probabilidades como el
papel de cartulina donde estampa sus huellas criminales que luego borra. Que
aborrecen.
¿Por qué tiene
adeptos? Sabe hacer maldad con pulcritud y absuelve su culpa. Articula un
lenguaje alegórico al bien, a la justicia y a la paz. Sin embargo, desde el
bunker donde se resguarda organiza a sus galgos para el mordisco, la venganza y
el crimen. Se abandera como un hombre común. Amado, incapaz de dañar a una
hormiga, sacrificado, útil e irrepetible pero es todo lo contrario.
Sus únicos combates
fueron después del 59. Micrófono en mano, puso al mundo a temblar para ascender
a la gloria de la eternidad. Y se eternizó en el poder como un hombre sin
aparentes manchas. Como Joseph Fouché, ha sido capaz de lidiar con la aventura
de jugar cualquier carta para estar donde ha estado.
Sabe mentir.
Manipula la palabra desde una supuesta racionalidad. Con ello convence.
Compromete. Somete a obediencia. Embriaga. Seduce. Seducción que ha costado
muertes en su nombre seducidos por el embrujo de su maldad. Es certero al
disparar porque lo hace a corta distancia. Donde nunca falla. Después,
retrocede hasta lo imposible para que la historia reconozca la calidad del
disparo y la dificultad del blanco.
Exagera su ego. Su
imaginario es un torbellino de inventos y aventuras en su nombre. Los actos
comunes de cualquier mortal para Castro son hechos heroicos o hazañas únicas de
su liderazgo. Criar una vaca, por ejemplo, tan normal para un campesino cambia
de perspectiva cuando lo hace Fidel. Porque el animal, primero se inmortaliza
hasta merecer un monumento y después produce más leche y queso que trece vacas
juntas. Se deja inseminar con semen extranjero, sin el menor reproche, y hasta
se da el gusto de vivir mejor que un ser humano.
El gobernante
cubano fue incapaz de construir amistad entre sus nacionales para evitar celos.
Sin embargo, resalta sus relaciones con extranjeros. Habla del cubano en
tercera persona sin sentirse parte de allí.
Es bravucón,
altanero, abusador por demás. Está acostumbrado a la adulación, a ser mimado
como un Dios sin altar, a concebirlo todo desde su poderío. El odio que irradia
obedece a un trastorno de su edad temprana que nadie hasta hoy ha estudiado. Es
un odio aprendido en el hogar. Tal vez, en el ambiente cercano de su juventud o
en la postrimería de su adultez. Nadie lo podrá saber porque Castro es un
misterio y una casualidad. Una pesadilla sin tratamiento. Un calculador con
cálculos raros en su mente.
De él tanto se ha
dicho que todo resulta confuso hasta llegar a desconocerse quién es. Sus padres
murieron sin conocerlo. Fidel Castro pertenece a un siglo que juntaría lo
nefasto. Lenin, Hittler, Stalin, Mussolini, Amín, Mao, Kin Il Sun, Guevara, Nicolás
Ceausescu y otros más. Está por demostrarse quien es el peor. Sin embargo, los
cubanos han escogido el suyo.
Castro es un
eructo, un delirio, el reverso del bien. Execrable además. Es lujurioso e
incapaz del perdón. Ha vivido atormentado y con miedo. Es paranoide, con rasgos
evidentes de una conducta antisocial. No respeta orden alguno. Se salta el protocolo
y pisa con desprecio los lados reservados de cualquier alfombra. Es el padre
que esconde a sus hijos y reniega a su esposa. Es capaz de priorizar un mitin
revolucionario antes de darle compañía a uno de sus vástagos en una sala de
auxilio. Sabe de la muerte porque la ha ordenado. Conoce al verdugo también.
Contaba un escolta,
desertor por supuesto, que en su enfado lanzaba las colillas fuera del cenicero
para joder sin que eso fuera una jodedera.
Si muere mañana o cualquier
día nada cambia. Su muerte pasará a menos en la historia porque no caerá
defendiendo nada y la épica de su vida revolucionaria no la podrá mostrar en
verde olivo.
La historia no lo
absolverá. Fue el imperio quien absorbió en vida, con la pulcritud de la
palabra y la paciencia, los cimientos quebrados de su autoridad. Fabricó la
miseria y sentado (vaya impotencia) mira caer las pirámides frágiles de su
heredad, los últimos reductos de su revolución. El ideario impuesto nadie lo
recuerda. El hombre nuevo se forja en Miami. Las calles no son suyas. Los viejos
comandante ya no mandan o se mueren. Los
oficiales están cómodos en trajes defendiendo las trincheras oportunas de
migajas que provienen del poder.
Es verdad, todavía
tiene las mismas mañas de antaño. Prefiere mostrarse ante los niños para
sembrar esperanza o hacer creer que la continuidad está en ellos. Pero ya es
tarde. Demasiado tarde. Con su voz apagada, se apaga el mito. Con su ausencia
todos se acostumbran a olvidarlo. El insiste diciendo: estoy aquí. Los niños,
tan ingenuos como sus padres, preguntaron ¿hasta cuándo? Y nadie supo
responder. Por su parte, los
cubanos, en su obcecación, lo verán con el júbilo de una ceremonia en su puesta
final y muchos aplaudirán hasta un día.
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