Thursday, April 21, 2016

Dos breves notas

La profecía de Rubén

Cuando Fidel Castro, mientras cotorreaba a raudales, se desmayó en el Cotorro el 23 de Junio del 2001, Rubén, un hombre sencillo de Victoria de Las Tunas, tuvo una premonición. Además de anunciar el inicio del fin, adelantaba que Castro sufriría sentado en el calvario de la impotencia viendo pasar, frente a sus narices y sin poder hacer nada, el cadáver pútrido de su revolución.

Dijo aquella vez, a diferencia de los que deseaban su muerte, que él prefería verlo envejecer, sin poder luego levantar una colilla, desgastado e inservible como el sistema que creó. Era un tímido castigo antes de llegar al purgatorio. De esa manera sus víctimas asimilarían que de este mundo nadie parte sin pagar los daños que se hacen en vida.

Fidel y la gloria

De Fidel Castro casi todo se ha dicho pero se sabe muy poco de él. Ahora sí, de sus monólogos todos hablan. Sin embargo, del contenido de sus palabras nadie acierta a comprender lo retorcido de su retórica porque los discursos de Castro, además de largo, no son creíbles ni didácticos. Eso es verdad (aunque parezca absurdo) son muy esperanzadores. La ilusión, ese filo mágico con que cualquier hombre puede recrear su entorno, en Fidel cobra matices diferentes a partir de que la realidad observada por él es creación del universo avieso donde habita.  

La historia, esa lectura que nos cuenta cómo ha sido el pasado, Castro la desea seguir escribiendo. Ahora, con el destello apagado de su voz y la curvatura comatosa de su cuerpo, inscribe sobre su lápida el anuncio de su muerte. “A todos nos llegará nuestro turno”, dijo. Seguidamente, para granjearse la complacencia de la gloria, remata: “pero quedarán las ideas de los comunistas cubanos” Recordaba otra frase donde sentenciaba con la firmeza asustadiza de su arrogancia que: “Los hombres mueren, el partido es inmortal”

Fidel Castro, en el VII congreso de los comunistas cubanos,  habló más clarito que nunca. A viva voz, para que todos escucharan el mensaje, quiso decir que llegado su turno partirá irremisiblemente. Sin embargo, sus ideas seguirán el mismo curso de vileza. Conmigo o sin mí, a buen entendedor, esto seguirá igual.


Tuesday, April 12, 2016

Reaparece Fidel. ¿Y qué?

La aparición de Fidel Castro, después de varios meses sin asomar la cara, vuelve a ser noticia. Las reacciones provocadas por el hecho son comprensibles. Sin embargo, Castro es pasado y aunque continua siendo el resorte moral de la dictadura está orbitando en la nada, sin espacio de movilidad. Persiste en el escenario de la política porque ha heredado tal potestad. Lo asume, por su ego que le facilita estar en la teatro de operaciones revolucionarias y porque el régimen necesita de un símbolo aunque sea apagado y él se presta como ascuas bajo las cenizas.

Los adversarios salen de su madriguera a opinar y construir posibles escenarios. Nadie se da cuenta que tales reacciones alimentan al mito. Lo revive.

Fidel Castro es un hombre perverso, engreído, sumamente astuto, psicópata incluso. Gusta de lo bueno en privado y aborrece eso mismo frente a una multitud. No es sincero, ni original, tampoco honesto. Sabe mostrar diferentes rostros a la vez sin olvidar ninguno. Se desdobla en todos los lados posibles de las probabilidades como el papel de cartulina donde estampa sus huellas criminales que luego borra. Que aborrecen.

¿Por qué tiene adeptos? Sabe hacer maldad con pulcritud y absuelve su culpa. Articula un lenguaje alegórico al bien, a la justicia y a la paz. Sin embargo, desde el bunker donde se resguarda organiza a sus galgos para el mordisco, la venganza y el crimen. Se abandera como un hombre común. Amado, incapaz de dañar a una hormiga, sacrificado, útil e irrepetible pero es todo lo contrario.

Sus únicos combates fueron después del 59. Micrófono en mano, puso al mundo a temblar para ascender a la gloria de la eternidad. Y se eternizó en el poder como un hombre sin aparentes manchas. Como Joseph Fouché, ha sido capaz de lidiar con la aventura de jugar cualquier carta para estar donde ha estado.

Sabe mentir. Manipula la palabra desde una supuesta racionalidad. Con ello convence. Compromete. Somete a obediencia. Embriaga. Seduce. Seducción que ha costado muertes en su nombre seducidos por el embrujo de su maldad. Es certero al disparar porque lo hace a corta distancia. Donde nunca falla. Después, retrocede hasta lo imposible para que la historia reconozca la calidad del disparo y la dificultad del blanco. 

Exagera su ego. Su imaginario es un torbellino de inventos y aventuras en su nombre. Los actos comunes de cualquier mortal para Castro son hechos heroicos o hazañas únicas de su liderazgo. Criar una vaca, por ejemplo, tan normal para un campesino cambia de perspectiva cuando lo hace Fidel. Porque el animal, primero se inmortaliza hasta merecer un monumento y después produce más leche y queso que trece vacas juntas. Se deja inseminar con semen extranjero, sin el menor reproche, y hasta se da el gusto de vivir mejor que un ser humano.

El gobernante cubano fue incapaz de construir amistad entre sus nacionales para evitar celos. Sin embargo, resalta sus relaciones con extranjeros. Habla del cubano en tercera persona sin sentirse parte de allí.

Es bravucón, altanero, abusador por demás. Está acostumbrado a la adulación, a ser mimado como un Dios sin altar, a concebirlo todo desde su poderío. El odio que irradia obedece a un trastorno de su edad temprana que nadie hasta hoy ha estudiado. Es un odio aprendido en el hogar. Tal vez, en el ambiente cercano de su juventud o en la postrimería de su adultez. Nadie lo podrá saber porque Castro es un misterio y una casualidad. Una pesadilla sin tratamiento. Un calculador con cálculos raros en su mente.

De él tanto se ha dicho que todo resulta confuso hasta llegar a desconocerse quién es. Sus padres murieron sin conocerlo. Fidel Castro pertenece a un siglo que juntaría lo nefasto. Lenin, Hittler, Stalin, Mussolini, Amín, Mao, Kin Il Sun, Guevara, Nicolás Ceausescu y otros más. Está por demostrarse quien es el peor. Sin embargo, los cubanos han escogido el suyo.

Castro es un eructo, un delirio, el reverso del bien. Execrable además. Es lujurioso e incapaz del perdón. Ha vivido atormentado y con miedo. Es paranoide, con rasgos evidentes de una conducta antisocial. No respeta orden alguno. Se salta el protocolo y pisa con desprecio los lados reservados de cualquier alfombra. Es el padre que esconde a sus hijos y reniega a su esposa. Es capaz de priorizar un mitin revolucionario antes de darle compañía a uno de sus vástagos en una sala de auxilio. Sabe de la muerte porque la ha ordenado. Conoce al verdugo también.

Contaba un escolta, desertor por supuesto, que en su enfado lanzaba las colillas fuera del cenicero para joder sin que eso fuera una jodedera.

Si muere mañana o cualquier día nada cambia. Su muerte pasará a menos en la historia porque no caerá defendiendo nada y la épica de su vida revolucionaria no la podrá mostrar en verde olivo.

La historia no lo absolverá. Fue el imperio quien absorbió en vida, con la pulcritud de la palabra y la paciencia, los cimientos quebrados de su autoridad. Fabricó la miseria y sentado (vaya impotencia) mira caer las pirámides frágiles de su heredad, los últimos reductos de su revolución. El ideario impuesto nadie lo recuerda. El hombre nuevo se forja en Miami. Las calles no son suyas. Los viejos comandante ya no mandan  o se mueren. Los oficiales están cómodos en trajes defendiendo las trincheras oportunas de migajas que provienen del poder.

Es verdad, todavía tiene las mismas mañas de antaño. Prefiere mostrarse ante los niños para sembrar esperanza o hacer creer que la continuidad está en ellos. Pero ya es tarde. Demasiado tarde. Con su voz apagada, se apaga el mito. Con su ausencia todos se acostumbran a olvidarlo. El insiste diciendo: estoy aquí. Los niños, tan ingenuos como sus padres, preguntaron ¿hasta cuándo? Y nadie supo responder. Por su parte, los cubanos, en su obcecación, lo verán con el júbilo de una ceremonia en su puesta final y muchos aplaudirán hasta un día.