(A la memoria del doctor José Ignacio Rasco)
Casi al amanecer del día diecinueve de Octubre los cubanos exiliados fueron sorprendidos por la pérdida de uno de sus hijos. Moría a los ochenta y ocho años de edad, en la ciudad de Miami, el doctor José Ignacio Rasco y con él una parte imprescindible de la historia reciente de Cuba.
Fue en Cayo
Hueso, exactamente en el Instituto San Carlos, un sitio cargado de historia,
donde nos conocimos. Allí se iniciaba una profunda amistad que nos llevó a los
escenarios más disimiles donde se abrían oídos dispuesto a escuchar la realidad
de Cuba. Tuve el honor de aprender lo que pocos saben acerca de la personalidad
de Fidel Castro, su compañero de estudio durante varios años en La Habana al
cual define como un loco e inteligente que retorció el sentido del bien para
encumbrarse en la gloria de los tiranos y llevar la maldad a millones de sus
compatriotas.
El doctor Rasco poseía
una capacidad poco común en los cubanos. Como era ilustrado, sabia escuchar sin
interrumpir para luego, sin abusar de su erudición, ofrecer su visión personal
de las cosas sin pasiones y con tanta claridad que su voz ronca y estruendosa
sonaba como un susurro sugerente y oportuno. Sus gestos eran los del
intelectual formado en la academia de los libros sin resultar pedante o altanero.
Además, su temperamento flemático, la jovialidad y la sencillez, lo convertían en
una personalidad tan simple que ese atributo elevaba su erudita personalidad. Era
reflexivo y poseía un verbo ejercitado en las aulas, en el debate de ideas y en
la confrontación, sabiendo estampar los puntos esenciales de las cosas con templada
sabiduría.
En Rio de
Janeiro, me sugirió discutir los argumentos sin maltratar a las personas y en
Budapest, me volvió apostillar la misma lección. Y eso era importante para él. El
sentido de lo humano no puede destruirse en la diferencia y con los adversarios
es necesario usar como armas el talante. En eso el doctor Rasco era un ejemplo.
Una vez, justamente en Brasil, acudió a un evento donde se encontraba su viejo compañero
de aula Fidel Castro. Desde un piso superior, donde miraba al comandante pasar
con una carrosa de herméticos guardaespaldas bajo sus pies, le dijo algunas palabras al gobernante,
quien de inmediato lo reconoció alejándose del lugar para evitarlo. José
Ignacio estaba solo, sin nadie para protegerlo y sin un cargador capaz de dañar
a quien posiblemente fuera su peor enemigo.
Después de su
muerte, solo queda prometerle seguir su ejemplo de lealtad a Cuba y a los
cubanos.