Monday, August 5, 2013

Paya Sardiñas, su muerte, la verdad y el legado


 
Conocí a Osvaldo Paya Sardiañas en la embajada checa en La Habana a finales de 1998. El encuentro fue cálido como si nunca hubiera existido aquella primera vez. Yo sabía mucho de Osvaldo y el casi todo de mí, porque cuando hablamos de las Bibliotecas Independientes, proyecto que fundé en las Tunas en 1998, y al explicarle cómo me había surgido la idea de inmediato respondió: son chispazos del espíritu.  Nos volvimos a encontrar, varias veces,  en diferentes lugares de la capital. La últimas vez fue junto a Jorge Luis González Tanquero y Berta Mexidor, donde nos entregó varios documentos del Proyecto Varela para llevarlos a Las Tunas, Amancio (antiguo Francisco Guayabal) y el municipio Colombia. Cada firma que ustedes logren será un espaldarazo a la democracia, nos dijo.

Estaba inspirado, locuaz y reflexivo. No se cansaba de argumentar la fuerza de aquella iniciativa y su mirada fija y sincera desnudaba el brillo de su optimismo. Era dominante y muy agudo. Sabía que el dominio sobre los demás se debe ejercer, con toda autoridad y sin miedo, cuando se ha otorgado y el mostraba esa suerte de adalid y de soñador tempranero capaz de buscar el bien para los suyos, es decir para el pueblo cubano.

Su voz nasal y melódica era el mejor placebo contra el tedio politiquero del oficialismo cuando Paya Sardinas hablaba del derecho de los cubanos a todos los derechos o al proponer hacer, desde el interior de un sistema podrido, corrupto y cruel, la verdadera revolución en la isla. Es verdad, su lenguaje rayaba los límites de un panegírico religioso y algunos lo creían demasiado inapropiado en un país donde Dios ha estado tan lejano y los líderes de la política revolucionaria tan cerca de la gente que permanece hasta en los altares de algunos babalaos y son adorados como seres divinos. Sin embargo, aquel discurso de amor de Osvaldo era tan moderno y necesario que superaba las peroratas de la plaza cívica José Martí.

Paya era un peligro y él lo sabía. Más de una vez lo escuché denunciar las amenazas de los servicios secretos cubanos y otras tantas vi su casa manchada por consignas de odio pintadas por las turbas enardecidas y fanáticas que la dirección política cubana azuzaba para atemorizarlo y obligarlo a ceder en su pretensiones cívicas a favor del pueblo. Y por eso murió, en extrañas circunstancias, al otro lado de la isla que amaba tanto, un día singular del mes de julio a solo noventa y seis horas de la celebración donde se gestó la violencia como arma de terror en el país.

No me alcanzan las palabras para honrar  a este hombre necesario para la transición cubana. Sin embargo, ahora cuando un joven político español, convertido en chofer durante su viaja a Cuba, asegura que su muerte es responsabilidad de los servicios secretos, comienza una nueva etapa para sus familiares y amigos para saber toda la verdad. Y quien importa saber la verdad en un país donde este atributo de la moral no existe y la mentira, ese mal engendro del castrismo,  se ha pluralizado hasta convivir con ella con la mayor tranquilidad, como reconociera el propio Raúl Castro en una ocasión.

Las palabras del oficialismo se impusieron, desde el primer momento, porque el sueco Jens Aron Modig y el español Ángel Carromero, vinculados al trágico accidente, son responsables de que hoy el gobierno cubano se sienta cómodo con la versión difundida, donde adicionan el testimonio de complicidad de ellos dos como la mejor prueba de inocencia, si es que en algún momento tiene que dar explicaciones.

En política se asumen riesgos muy altos y la historia ha demostrado como algunas figuras, como James Meredith, un icono de la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos, en medio de un bombardeo constante de ofensas denigrantes, amenazas de muerte y asedio criminal, supo mantener la firmeza que aquel momento merecía. Y ahí está, convertido en una referencia moral del luchador cívico que asume los riesgos con valor. Dicho esto, el sueco y el español, tuvieron miedo, mucho miedo y ayudaron al gobierno cubano con su cobardía. Seamos sinceros, ellos sabían que su viaje a Cuba no se parecía en nada a los acostumbrados  hacer a otras partes del mundo, por lo tanto debían estar preparados para mantener en alto su hidalguía ante un evento traumático como aquel donde perdió la vida Paya sardiñas. Y es que el sueco y el español se convirtieron en cómplice desde el primer momento, no importa las razones que aducen (conozco bien al sistema represivo cubano y de lo que son capaces), pero estos visitantes no eran unos simples turistas, eran políticos de organizaciones serias en sus países democráticos y debieron actuar como tal y en realidad fue todo lo contrario.

Pero, demás, lo importante ahora, para rendirle el homenaje que Osvaldo merece, es retomar sus banderas cívicas y convocar a la movilización ciudadana  en los Caminos del Pueblo, iniciativa a la que tanto esfuerzo puso antes de morir.

Para mi es tarde, muy tarde desempolvar los archivos secretos del estado cubanos después que Ángel Carromero y el señor Modig  lo ayudaron a cerrar.

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