Si, por ejemplo, pudiera estar en un lugar, donde la felicidad fuera abundante, mencionaría a Cuba. Me atrevería, como lo he hecho siempre, a criticar el goce desmedido de los que van allí para luego presentarnos acá a un país idílico y saturado de júbilo. Donde, al parecer, antes la mirada ingenua del visitante, no aparece la miseria, la falta de libertades y el fantasma del miedo cerval. No llevaría medallas en mi cuello o panfletos edulcorados de firmas importantes. Ni ostentaría de nada. Contrario aquel que alquila prendas de valor para valorarse como superiores antes su familia y los vecinos miserables del barrio pobre donde nada ha cambiado. Arribaría con muchísimas ganas de mostrar que el mundo fui pisado por mí y que en sus esquinas nunca encontré el agravio. Que el paraíso no pasa por una dictadura y mucho menos por la esclavitud. Que la libertad es un don tan preciado que todavía en pleno Siglo XXI hay personas muriendo por ser libres. Ilustraría un catálogo de sitios inhóspitos, catedrales antiguas y murallas perdidas entre las raíces salvajes de un bosque inexplorable. Contaría que París no es solo una ciudad, sino un arcoíris de colores y que es Estocolmo no siempre es tan frío. Después, siguiendo el guion ajustado al invento o al delirio, comentaría los encantos de los fiordos y la tranquilidad del rio Voltava y los peligros de Beirut. Pocos me creerían porque muchas personas allí están ocupadas en sus quehaceres indoctos y sus fronteras son los sitios donde alcanzan a escuchar el grito del vecino. La mayor parte de la gente quiere escuchar las historias de la abundancia y el derroche del capitalismo. Lo importante es el cash, la moneda verde o una pacotilla de la yuma para exhibir el éxito de los que se van.
No exagero, nunca lo hago, pero esta vez, como tantas otras, no me avergüenzo de no poder estar en ese sitio de felicidad abundante. Alguien me criticaba por tanta dureza conmigo mismo. Por irracional y tonto. Por la obcecación y sandez. “Vete a Cuba es gozar de lo bueno”, me sugería un gringo (no tan viejo) que estuvo allí y aprehendió los placeres más grandes de su vida. “En Cuba emborracharse es lo mejor. Es único e irrepetible y nadie te mira mal. Todo es fiesta. Un carnaval perpetuo… una feria.” Y parece verdad, porque aquellos que creen en los auspicios del horóscopo, lo sublime se alcanza en esa isla del trópico.
Un barcelonés, frustrado con su identidad, viajó a Cuba enamorado del país y al regresar se daba cuenta que su fascinación no era aquel trozo de tierra, sino una mulata santiaguera. Se hizo pasar por rico con dos mil euros en el bolsillo. Nadie advirtió en sus manos, de constructor barato, las callosidades perpetuas, ni en su rostro las arrugas del sol mediterráneo. Sin embargo, contaba de sus travesías por el norte africano, de sus viajes a Kenia y las matanzas de leones en las planicies eternas del África austral. Llevaba cadena de oro de pocos quilates y un reloj automático comprado en un mercado de segunda. Las putas (aunque nos avergüence) y sus parientes lo acogieron como a un Dios. Como al ilustre visitante llegado de Europa donde todo es mejor. Tuvo sus días de gloria aquella vez. Regresaba a su país e invitaba a todos sus amigos a visitar la isla. “Qué país, que mujeres macho,(…) allí todo es bueno” – decía con cierta arrogancia. Las anécdotas eran tan triviales como la vida misma de la gente en Cuba. Y creyó que el paraíso y la felicidad pasa por dormir con tres mujeres -una por noche- o sentirse más importante que los hombres de allí. Nadie le habló de un libro de Arenas, Zoé o Cabrera Infantes. Tampoco de Leví Marrero o Moreno Marginal. Menos del son y la guaracha o de la canchánchara mambisa. La verdadera historia, las tradiciones y los valores visibles de nuestra cubanía languidecen y nunca son contadas a nadie. ¡Qué poco importa! Sin embargo, regresaba cargado de los últimos éxitos del reguetón y algunas postales de la parte restauradas de la capital. También de sus playas. Y algunos videos de su intimidad con el rostro perpetuo de placidez de aquellas mujeres desgraciadas que le hicieron creer que Cuba es la arcadia de la felicidad.
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