Ahora mismo, cuando
todo vuelve a ser igual, el silencio de siempre se confiere el poder de
silenciarlo todo. No hay nada peor que reprimirse el dolor o la alegría. Y en
un país de manías efímeras la gente se atasca en el resbaladizo laberinto de la
mediocridad y de la espera. No es que la esperanza se haya perdido, sino que
pocos se deciden a construirla. Susurran algunos viejitos, otrora defensores de
la revolución, que al menos, previo a sus muertes, vieron pasar el cadáver del más
importante muerto del siglo que comienza. Los Orishas recibieron, también en sigilo,
sus ofrendas de los mismos santeros que escriben la letra de cada año. En
sorbos pequeños, y con la voz apagada porque razones tendrían para hacerlo, los
defenestrados de Castro bebieron su ron sin formar cantaletas y después, ante
el ojo público, se mostraban contritos y con pesar. El último episodio de la revolución
aún no está escrito. Nadie puede pronosticar como serán esos capítulos y el que
lo sabe bien calladito está. Es que todo pasa por el silencio, síntoma ostensible
del miedo, preámbulo de la cobardía y cómplice de la deslealtad. Aquellos que dicen
sentir pena por la muerte del tirano, ofreciendo argumentos moralistas para
intentar rescatar el talante que mancharon, están acarreando los mismos
silencios de ayer. A Martin Luther King lo escupían y sus gritos no se acompañaron
de la otra mejilla. Todo lo contrario, espoleaba con su verbo al sistema para
sumar a tantos hasta llegar hacer una América mejor. El peor mutismo de estos días
provino de unos jovencísimos balseros que buscaban estas orillas de libertad
sin percatarse que los responsables de sus escapes estaban a sus espaldas. Si de
romper los silencios se trata, hay que hablar, empezando hacer.
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