Pasó Vladimir Putin
por La Habana para dejar constancia de su indulgencia con los hermanos Castro. Antes,
era recibida la noticia de la condonación del noventa por ciento de la deuda
que Cuba debía al país euroasiático, desde la existencia de la URSS. Ningún
regalo al régimen cubano, en la larga historia del castrismo, ha sido tan
oportuna como el borrón y cuenta nueva de Putin.
El presidente ruso,
que bien sabe enroscarse para mantenerse en el poder, es alguien que añora los días gloriosos
de la desaparecida Unión Soviética. Y él sabe muy bien que durante los
gobiernos de la hoz y el martillo en su país, Cuba, convertida en un satélite de
Moscú, era una pieza clave en la política exterior de aquella gran nación y él evoca
aquel pasado deseando revivirlo otra vez.
Su viaje a La
Habana tiene un simbolismo de fácil explicación. Rusia necesita insertarse en
la onda expansiva que la izquierda latinoamericana arrastra por la región para
ganar espacio en los mercados con el interés de desplazar el protagonismo chino
ante la apatía de Washington de accionar en la zona con estrategias atractivas
e inteligentes.
También porque
Rusia necesita mostrar que es una potencia capaz de crear una base de
solidaridad cerca de las fronteras de Estados Unidos y porque a Cuba le hace
falta un garante de fuerza, cuya solidaridad permite silenciar a los crecientes
oposicionistas interno. Oxigenar al castrismo desde Moscú es un emoliente pragmático
en términos políticos.