Sus llantos
brotaron, quizás por primera vez desde que era niño, como la de una infanta
cuando pierde un juguete de mucho valor. Otra vez llegué a la misma conclusión.
Ver a un hombre sollozando no es un pecado, todos algunas vez nos hemos sentido
sorprendido por la aflicción y lloramos. Fidel Castro, acostumbrado a la
rectitud de sus emociones, como alguien ajeno de este mundo, sorprende cuando
su rostro se sonroja, sus dedos largos reposan en sus ojos para aguantar las lágrimas
mientras escucha una canción dedicada a la partida sin regreso del líder
bolivariano de Venezuela. Y todo eso a pesar que el ex gobernante pedía el
mayor sacrificio por su revolución sin doblar las rodillas y sin derramar una gota
de llanto para no demostrarle al enemigo ninguna flaqueza porque los verdaderos
revolucionarios jamás gimotean.
Siempre ha
sido normal en cualquier lugar de este mundo llorar a un amigo, pero Castro una
vez aseguró no tener a ninguno para evitar celos entre ellos. En ese momento no
parecía un ser humano, después supimos
que se refería solo a los cubanos porque en todo el planeta le sobraban incondicionales
amistades como la de Hugo Chávez Fría.
Las imágenes
son elocuentes y delatan el profundo aprecio del comandante con el líder
bolivariano. Es la vejez, ese tránsito inevitable por la vida, lo que debilita
todo, hasta la fuerza de sostener una lágrima cuando un amigo se va.