(A la memoria de Bárbaro Castillo García, Lorenzo Copello Castillo y Jorge Luís Martínez Isaac, fusilados el 11 de abril del 2003 por órdenes de Fidel Castro)
Eran tres jóvenes negros como las noches de apagones. Habían vivido bajo vigilancia y golpizas. Hambre y prisiones. En el bullicio de una ciudad gigante que se los atragantaba como roedores nocivos, ( …) sin espacio precisos en la urbe. Eran chocantes al extranjero y peligrosos al policía. Inadaptados al CDR. Descarrilados para la UJC. Enemigos del pueblo para el partido. Bandoleros sin sueldo para los vecinos.
Ellos, no eran el reflejo del hombre nuevo y pocas veces fueron a la plaza. Preferían la algarabía de las calles y el tejado marchito de la Habana Vieja o los rincones protervos del solar y las largas colas de una cervecera. Tal vez, el hedor de los albañales perforados en la esquina del barrio o una tasa de café mezclado con leguminosa.
Pero tenían el sueño de ser libre del horror y el cautiverio. De la intriga y el miedo, la adulación y el cansancio. Deseaban renunciar al coro y bajaron los bancales en silencio complotados con el mar, el buen tiempo y una barca. Ocuparon la playa y la bahía. Tomaron el rumbo de sus muertes ansiando cruzar el golfo y alcanzar la otra orilla para secar su sed en la arena, caminar sin temerle al policía y cambiar sus vidas en el trabajo. Serían héroes de ellos mismos. Nuevos navegantes en el siglo de las computadoras. Adalides del mar y la bitácora. Aventureros del trópico y la desgracia.
En el camino soñaban con enviarles dólares a sus madres. Cartas a los amigos. Regalos a las novias. Blasfemias al tirano y a los cómplices de la barriada. Fotos en restaurantes famosos y de las playas libres del sur de la Florida o de sus autos del año (quien sabe).
Pero el infortunio le fraguó sus sueños. La nave, adoctrinada a navegar sus pocas millas consumió el combustible en la peor hora. Había que regresar y regresaron. Ya estaban dictadas sus condenas. Un 11 de abril del 2003 le descargaron ráfagas cortas de fusiles AK en sus pechos púberes cubriendo la sangre, el color ébano de sus cuerpos jóvenes.
Morían para evitar una guerra con Estados Unidos, dijo el comandante y lo ratificaba a pocas horas el canciller. Murieron por dictamen de palacio y sus muertes eran las partes del pastel que merecían, según palabras del propio gobernante quien se reunió con ellos antes de lincharlos.
La madre de Bárbaro Castillo, de apenas 21 años de edad, lloraba enloquecida por las calles de Francisco Guayabal, su pueblo natal, y gritaba con dolor “Fidel asesino” hasta perder la voz. Le cerraban las puertas las autoridades del partido de la zona y le decían “loca”. Los amigos colocaron una foto del chico y lloraron durante veinte cuatro horas mientras los jenízaros de Castro vigilaban la casa y su pobreza.
También la mamá de Lorenzo Copello, una negra obesa y cansada, mostró su desconsuelo, negándose a creer que su hijo hubiese muerto en manos de una revolución en la que había creído. Este crimen contra tres inocentes, incluyendo a su vástago, le permitió conocer la naturaleza asesina del castrismo y lo dijo mil veces arrepentida: “maldito Fidel, asesino, eres tú quien merece morir”.
¡Que horror! ¡Que crimen! ¿Dónde estaban los amigos de la vida? Esos que en las tribunas de La Habana carcomen nuestro idioma con consignas a favor del hombre y de un mundo mejor. ¡Que pena! Cierto, “se trata de tres negritos condenado por la furia del viejo tirano”. “Nuestro amigo”. “Mi amigo”. “Callemos por ahora”. “Hagamos silencio”, se dijeron Lucio Walker y García Márquez. También Benedetti y Galiano. La izquierda mundial militante y frustrada. José Saramago, el escritor ganador de un Nóbel, se conmovió en un principio con la condena y luego se retractó como una infanta temerosa al castigo seguro del régimen de La Habana.
¡Que Horror! ¡Que crimen! Y el silencio, cómplice de siempre, sepultó a tres inocentes en una fosa desconocida hasta hoy por la familia, mientras el mundo sigue igual. Si estos muertos fueran víctimas de Pinochet otra cosa sería. La prensa mundial lo destacara en sus titulares y las condenas al tirano serían en masa. Castro, este “dictador cómodo”, puede asesinar y luego es aplaudido. Hundir barcos con niños en su interior y ser absuelto del juicio de los pueblos. Derribar aviones civiles en pleno vuelo y luego ser considerado inocente.
¡Que horror! ¡Que crimen!
Sunday, April 11, 2010
Friday, April 2, 2010
Del Silencio al Grito
En Cuba se está cocinando algo raro porque el hedor que emana de algunas declaraciones pone sobre aviso una sazón insípida en la dieta revolucionaria. Primero fue Pablo Milanés, quien desde hace mucho tiempo ha dirigido sus filosas palabras contra la vieja élite y sus secuaces ineptos.
El autor de Yolanda, El breve espacio en que no estás, Mis 22 años y otras canciones antológicas no desperdicia ninguna oportunidad para llamar la atención del mundo sobre el rumbo fallido de la revolución en la que había creído.
Acto de fe es la canción donde el cantautor hace una catarsis sincera sobre aquel proceso imperfecto, pero humano para él. Creo en ti porque dándome disgustos/ o queriéndome mucho/ siempre vuelvo a ti…Creo en ti/ porque nada es más humano/ que prenderse de tu mano/ y caminar creyendo en ti. Creo en ti/ como creo en Dios/ que eres tu. Que soy yo/ revolución.
Milanés, asumiendo un compromiso con la poesía y con su entorno sombrío, dejó de ser el embajador militante de aquella aventura simulada para convertirse, por suerte para él, en un vocero extra oficial del fracaso castrista. Y fue bien lejos cuando declaró que si Guillermo Fariñas muere el régimen cubano debía ser condenado.
La salsa revolucionaria se crispa ante una realidad inadmisible para algunos artistas que han visto todas las orillas de este mundo y saben que existe una alternativa mejor para sus compatriotas. La escritora Ena Lucía Portela, ganadora del premio Juan Rulfo 1999, ha dado el paso más seguro y valiente que se pueda esperar de alguien adscripta a las instituciones oficiales de la isla, como es la UNEAC. Su decisión de firmar una carta de condena al régimen cubano por la muerte de Orlando Zapata Tamayo, le asegura un lugar en la historia que hoy se escribe en la isla.
Ella lavó sus manchas, si es que las tuvo, con un acto cívico sin precedente al ponerse al lado de la verdad y arriesgarse en sostenerla. Era su tiempo y ha cumplido con coraje la misión asignada por su propia conciencia.
Luego aparece Silvio Rodríguez, con el aguijón ajustado como en sus días de Causas y Azares cuando declaro que debería quitársele la r a la palabra revolución. Quizás,… ahora, porque nunca es tarde, cuando la prisa toca a la puerta de las definiciones, tenga tiempo para preguntarse: yo no sé, yo no sé madre mía/ si me espera la paz o el espanto/ pues las causas me andan cercando/ cotidianas, invisibles. El azar se me viene enredando/ poderoso, invencible.
No sabría asegurar si le espera la paz o el espanto al autor de "Ojalá" por su atrevimiento, pero un poco de sosiego si deber tener. Al menos saltó el muro del contubernio y dijo mucho con pocas palabras.
Silvio es un perfecto oportunista, capaz de mirar desde el estrados a las multitudes tararear sus canciones y luego despreciarlas en el juicio político de sus patronos. Más de una vez motivó agudas reflexiones sobre aquel proceso político con sus atinadas canciones. Los jóvenes, de entonces, lo veíamos como una víctima más de la censura y de los excesos revolucionarios. Pero un buen día, como un pez sigiloso y débil, comenzó a removerse entre las olas dogmáticas de la revolución hasta colocar las adargas en las paredes del silencio y se hizo diputado, signatario de una carta para justificar el crimen y un empedernido defensor de la revolución.
Si la evolución es necesaria en Cuba, como lo cree el trovador, bienvenido al mundo de la verdad. Oremos por él, porque en su pobreza le faltó valor y hoy, del silencio al grito, ha querido decirle a sus fanes que vivió en el castrismo para sobrevivir. Lo debemos entender, el miedo es una enfermedad y sus fronteras no terminan con los pensadores.
Los artistas y letrados cubanos, que saben “dentro de la revolución todo” y fuera de ella nada, han comenzado a despojarse del miedo cerval que contagió a Virgilio Piñera en los días oscuros que siguieron a “Palabras a los intelectuales”. Hasta hoy aquella bestiecita infernal llamada censura mantiene atadas las amarras de la creatividad libre y pervive gracias a la turbación cómplice de los autores arropados en la UNEAC.
Ojalá, que a Pablo, Ena y Silvio les sigan otros. No debe sorprendernos, porque así ocurrirá.
El autor de Yolanda, El breve espacio en que no estás, Mis 22 años y otras canciones antológicas no desperdicia ninguna oportunidad para llamar la atención del mundo sobre el rumbo fallido de la revolución en la que había creído.
Acto de fe es la canción donde el cantautor hace una catarsis sincera sobre aquel proceso imperfecto, pero humano para él. Creo en ti porque dándome disgustos/ o queriéndome mucho/ siempre vuelvo a ti…Creo en ti/ porque nada es más humano/ que prenderse de tu mano/ y caminar creyendo en ti. Creo en ti/ como creo en Dios/ que eres tu. Que soy yo/ revolución.
Milanés, asumiendo un compromiso con la poesía y con su entorno sombrío, dejó de ser el embajador militante de aquella aventura simulada para convertirse, por suerte para él, en un vocero extra oficial del fracaso castrista. Y fue bien lejos cuando declaró que si Guillermo Fariñas muere el régimen cubano debía ser condenado.
La salsa revolucionaria se crispa ante una realidad inadmisible para algunos artistas que han visto todas las orillas de este mundo y saben que existe una alternativa mejor para sus compatriotas. La escritora Ena Lucía Portela, ganadora del premio Juan Rulfo 1999, ha dado el paso más seguro y valiente que se pueda esperar de alguien adscripta a las instituciones oficiales de la isla, como es la UNEAC. Su decisión de firmar una carta de condena al régimen cubano por la muerte de Orlando Zapata Tamayo, le asegura un lugar en la historia que hoy se escribe en la isla.
Ella lavó sus manchas, si es que las tuvo, con un acto cívico sin precedente al ponerse al lado de la verdad y arriesgarse en sostenerla. Era su tiempo y ha cumplido con coraje la misión asignada por su propia conciencia.
Luego aparece Silvio Rodríguez, con el aguijón ajustado como en sus días de Causas y Azares cuando declaro que debería quitársele la r a la palabra revolución. Quizás,… ahora, porque nunca es tarde, cuando la prisa toca a la puerta de las definiciones, tenga tiempo para preguntarse: yo no sé, yo no sé madre mía/ si me espera la paz o el espanto/ pues las causas me andan cercando/ cotidianas, invisibles. El azar se me viene enredando/ poderoso, invencible.
No sabría asegurar si le espera la paz o el espanto al autor de "Ojalá" por su atrevimiento, pero un poco de sosiego si deber tener. Al menos saltó el muro del contubernio y dijo mucho con pocas palabras.
Silvio es un perfecto oportunista, capaz de mirar desde el estrados a las multitudes tararear sus canciones y luego despreciarlas en el juicio político de sus patronos. Más de una vez motivó agudas reflexiones sobre aquel proceso político con sus atinadas canciones. Los jóvenes, de entonces, lo veíamos como una víctima más de la censura y de los excesos revolucionarios. Pero un buen día, como un pez sigiloso y débil, comenzó a removerse entre las olas dogmáticas de la revolución hasta colocar las adargas en las paredes del silencio y se hizo diputado, signatario de una carta para justificar el crimen y un empedernido defensor de la revolución.
Si la evolución es necesaria en Cuba, como lo cree el trovador, bienvenido al mundo de la verdad. Oremos por él, porque en su pobreza le faltó valor y hoy, del silencio al grito, ha querido decirle a sus fanes que vivió en el castrismo para sobrevivir. Lo debemos entender, el miedo es una enfermedad y sus fronteras no terminan con los pensadores.
Los artistas y letrados cubanos, que saben “dentro de la revolución todo” y fuera de ella nada, han comenzado a despojarse del miedo cerval que contagió a Virgilio Piñera en los días oscuros que siguieron a “Palabras a los intelectuales”. Hasta hoy aquella bestiecita infernal llamada censura mantiene atadas las amarras de la creatividad libre y pervive gracias a la turbación cómplice de los autores arropados en la UNEAC.
Ojalá, que a Pablo, Ena y Silvio les sigan otros. No debe sorprendernos, porque así ocurrirá.
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