“Los intelectuales no llevan corbata”, me dijo hace cuatro años un profesor de la Universidad Eau Claire en el estado de Wisconsin. Yo le respondí “eso piensan los sindicalistas, también los enemigos de la elegancia”. Claro, era una insinuación infeliz para que me despojara de la prenda que horas antes me había regalado mi gran amigo, el Dr. Vidaillet.
Ciertamente, en las tres conferencias que impartí yo era una nota discordante. Los alumnos vestían cómodos vaqueros, calzados ligeros y puloveres alegóricos a sus intereses más cercanos. Los profesores combinaban chaqueta con pantalones de diferentes colores y solo mi anfitrión llevaba corbata. No sentí desagrado por aquello, tampoco me preocupó que para algunos no fuera un intelectual.
Pensándolo bien, los códigos tienen sus significados y por eso existen. No me extraña entonces el uniforme de los revolucionarios guevaristas haciéndose notar entre las multitudes de impacientes piqueteros rompiendo las vidrieras de MacDonald en Buenos Aires. Tampoco los pañuelos rojos y negros cubriendo los rostros de jóvenes conjurados frente a los eventos donde asisten los líderes mundiales. Aun me extraña menos, ver a muchos profesores parados en el estrado de un aula hablando de democracia o economía con un atuendo progresista para ser apodado intelectual.
Lo que me inquieta es el silencio de aquellos que temen ser criticados por eso y dejan colgadas en los armarios sus corbatas para irse a las tribunas del mundo con el parche de erudito. Este credo es común y hasta necesario para los que vician la informalidad del hombre de ciencia. Si. Lo justifica el hecho, el simple hecho, de una creencia muy vieja donde los hombres de sabidurías se preocupan por todo menos por ellos. Existen muchos ejemplos. En algunos, se da el caso, que llegan hasta perder el sentido de la distinción personal por medir cuanto ven y tocan (ciencia es medición) y luego dejarse calcular los silos de intelectualidad.
Debo volver a un punto desde donde varias veces me ven obligado a partir. El progresismo es gramsciano y los gramscianos hablan hasta más no poder del intelectual orgánico y comprometido con los grandes problemas sociales, cuya visión crítica de la sociedad es una responsabilidad moral. Para tener credibilidad como liberal hay que ser muy pudoroso y tener recato. Solo así se puede impactar a muchas personas en este mundo.
En Europa, esos gravámenes tienen ciertos moldes que se repiten de un país a otro. En América Latina también. En los Estados Unidos cambian de acuerdo al perfil de las universidades y la orientación ideológica del profesor.
La ideología y el puritanismo conservador de los intelectuales de derecha tienen en Mario Vargas Llosa un ejemplo de elegancia y madurez. Su antípoda, el uruguayo Galiano, se deja cobijar por los estigmas progresistas del momento. No deja de ser importante, aunque parezca superficial, los hábitos del vestir de una manera u otra.
Sucede, como tendencia general, que la moda se repite cada cierto tiempo pero permanece casi intacta en los intelectuales.
El cineasta cubano Alfredo Guevara, apega a su oportunismo militante, una forma de vestir particular para distinguirse entre sus homólogos. Lo mismo sucedía con aquel poeta que hablaba de cosas gloriosas dentro de la revolución cubana y solo encontraba espacio en su cuerpo para usar guayabera.
Los tiempos hablan por si solo y los letrados lo saben. Tal vez, por eso algunos intelectuales esgrimen impresionar al aprendiz por el atuendo y las argollas.
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