Llegó al poder de un país insular un ejército de vándalos. Fue en el mes de Enero. Al frente, marcaba la ruta un macho alfa con barba, aspecto delirante y marcada crueldad. Ostentaba el grado superior y fue otorgado por el mismo sin tener records de batallas. Su verbo era aburrido, pero sugerente. Enamoró a todos. Incluso, a los doctores, catedráticos e intelectuales. Todos cayeron rendidos a sus pies. Después, cuando la pesadumbre e inquietud asomaron en muchas personas, el mismo macho y sus tropas indoctas, linchaban en los cuarteles, que después fueron escuelas, a cualquier adversario. Así pasaría el resto de su vida. La gente se atemperó a su desgracia hasta encontrar rutas por el mar. Algunos morían. Otros no y hoy, muchos sobrevivientes, son lábaros de esperanza, pero están lejos.
El país, se convirtió en un cuartel o una granja. Era una plaza. Llegó a ser, en sus mejores momentos, una monomanía sin escrúpulos. Un cuadrilátero de boxeo. Esto último era, como en los tiempos de Roma, el único espacio para zafar la ira a puñetazos limpios contra todos y nadie.
Nada florecía. Sólo la demencia y la improvisación tenían espacio. A pesar de eso, la gente celebraba los éxitos que no veían. Bastaba un discurso. Luego, el pueblo recordaba lo bien que andaba aquella venturosa sinfonía y el aplauso siempre era la mejor respuesta.
Los niños, incluso antes de nacer, decían consignas y formaban, como militares, levantando sus manos hacia la frente. Crecieron con la figura marchita de un criminal convertido en héroe y querían matar como aquel porque los semidioses matan para ostentar la condición de redentores.
Las mujeres, cansada de esperar un mejor parto, descubrieron los misterios de sus cuerpos y alcanzaron a ver otras orillas. Así, el país se fue poblando de una especie animal apetecida. Eran extranjeros pobres, pero extranjeros al fin. Ellos hicieron lo demás. Fomentaron el mito de la sexualidad. (No eran americanos) sino algunos miserables gallegos o unos obreros de un taller cualquiera de Milán. Plomeros belgas o choferes franceses de casualidad y hasta algunos búlgaros nostálgicos. Llegaron canadienses por montones que los prejuiciosos aseguran aclararán la isla. Todos eran millonarios. Al menos, eso decían para despertar la curiosidad por el dinero en un pueblo que conoce solamente de centavos.
Los jóvenes, ya no tienen país. Ni les importa. Por eso van a cualquier parte hacer las cosas por hacerlas y a exportar los morbos aprendidos en las infames escuelas del castrismo. No conocen la historia de sus abuelos. Tampoco el lugar de donde vienen. Llegan, extrañando tanto lo que dejan, que viven como siempre han vivido. Nadie cuenta con ellos. Al menos, por ahora.
El macho, el inventor, del manicomio se hizo mayor. Sobre sus canas y la vejez pasaron sus mentiras repetidas mil veces y fueron espetadas en su cara. Sin embargo, creía, como siempre creyó, en esas quimeras porque hasta en sus últimos segundos en la vida recomendaba seguir ensayando su fracaso. Su muerte, deseada por muchos o casi todos, lo sorprendió en su cama. Y murió de miedo (lo dijo el profesor Nicolás) y prefirió ser ceniza por temor a que sus huesos fueran profanados alguna vez. Y ahora mismo, está escondido en una roca de donde saldrá vencido antes de olvidarlo. Déjenlo ahí -por ahora- convertido en estiércol a media asta, donde sigue creyendo ser una bandera después del funeral.
El país, se convirtió en un cuartel o una granja. Era una plaza. Llegó a ser, en sus mejores momentos, una monomanía sin escrúpulos. Un cuadrilátero de boxeo. Esto último era, como en los tiempos de Roma, el único espacio para zafar la ira a puñetazos limpios contra todos y nadie.
Nada florecía. Sólo la demencia y la improvisación tenían espacio. A pesar de eso, la gente celebraba los éxitos que no veían. Bastaba un discurso. Luego, el pueblo recordaba lo bien que andaba aquella venturosa sinfonía y el aplauso siempre era la mejor respuesta.
Los niños, incluso antes de nacer, decían consignas y formaban, como militares, levantando sus manos hacia la frente. Crecieron con la figura marchita de un criminal convertido en héroe y querían matar como aquel porque los semidioses matan para ostentar la condición de redentores.
Las mujeres, cansada de esperar un mejor parto, descubrieron los misterios de sus cuerpos y alcanzaron a ver otras orillas. Así, el país se fue poblando de una especie animal apetecida. Eran extranjeros pobres, pero extranjeros al fin. Ellos hicieron lo demás. Fomentaron el mito de la sexualidad. (No eran americanos) sino algunos miserables gallegos o unos obreros de un taller cualquiera de Milán. Plomeros belgas o choferes franceses de casualidad y hasta algunos búlgaros nostálgicos. Llegaron canadienses por montones que los prejuiciosos aseguran aclararán la isla. Todos eran millonarios. Al menos, eso decían para despertar la curiosidad por el dinero en un pueblo que conoce solamente de centavos.
Los jóvenes, ya no tienen país. Ni les importa. Por eso van a cualquier parte hacer las cosas por hacerlas y a exportar los morbos aprendidos en las infames escuelas del castrismo. No conocen la historia de sus abuelos. Tampoco el lugar de donde vienen. Llegan, extrañando tanto lo que dejan, que viven como siempre han vivido. Nadie cuenta con ellos. Al menos, por ahora.
El macho, el inventor, del manicomio se hizo mayor. Sobre sus canas y la vejez pasaron sus mentiras repetidas mil veces y fueron espetadas en su cara. Sin embargo, creía, como siempre creyó, en esas quimeras porque hasta en sus últimos segundos en la vida recomendaba seguir ensayando su fracaso. Su muerte, deseada por muchos o casi todos, lo sorprendió en su cama. Y murió de miedo (lo dijo el profesor Nicolás) y prefirió ser ceniza por temor a que sus huesos fueran profanados alguna vez. Y ahora mismo, está escondido en una roca de donde saldrá vencido antes de olvidarlo. Déjenlo ahí -por ahora- convertido en estiércol a media asta, donde sigue creyendo ser una bandera después del funeral.