Y si Fariñas muere
La huelga de hambre
y sed de Guillermo Fariñas no parece convertir a los que abjuran y mucho menos
conmover su piedad. Los que gobiernan Cuba, los viejos comandantes y generales
rebeldes, se hicieron con el poder a metrallazos limpios. Su credo es la violencia, terreno donde se
fortalecen y justifican su estancia en el poder. Una acción pacífica no les
conmueve y la muerte de alguien jamás les ha sorprendido porque la han
ejecutado sin clemencia.
Fariñas lo sabe. Además,
es psicólogo para entenderlo bien. De buena tinta conoce la naturaleza de su
adversario, el desprecio por el otro que piensa diferente, la capacidad para
guardar silencio y convocar olvidos. ¿Puede cambiar una huelga de hambre la
esencia criminal de una dictadura? Pedro Luis Boittel no pudo lograrlo. Tampoco
Orlando Zapata Tamayo. Entonces, ¿qué hacer? En ausencia de un juicio moral y glorificando
el valor de la acción cívica de Fariñas estamos en presencia de acto heroico de
incalculable valor. Sin embargo, tal heroicidad es lo menos conveniente en esta
etapa de la lucha contra el castrismo.
En una dictadura totalitaria, escribía Haclav Havel, la disidencia es un poder real porque vive en el mundo de la verdad. El desaparecido disidente checo (más tarde llegó
a ser presidente de su país) apelaba
siempre a su fuerza de voluntad y a superar sus limitaciones físicas para
encausar el cambio democrático de aquella nación centroeuropea. Vivir en verdad
hace libre al hombre y nunca se le debe regalar la existencia a un dictador. Entonces,
comprensiblemente, es necesaria la vida para alcanzar la libertad de los otros
que no se deciden hacerlo por ellos mismos. Si pudiera mediar en cambiar la decisión
de Fariñas lo haría a partir de estos principios lógicos y hermenéuticos.
Conozco a Guillermo
Fariñas desde Septiembre de 1983. El
ingresaba como estudiante del primer curso en la Facultad de Psicología de la
Universidad Central de Las Villas cuando nos conocimos. Era atinado, como sigue
siendo, cauto, sociable y no tenía fronteras para expresarse. Después nos
unimos en el camino por la lucha democrática en escenarios diferentes acercándonos
más en el afecto y el respeto mutuo.
Si Fariñas muere
tendremos noticias de Cuba por algunas semanas. Después, será la referencia
preferida en nuestros discursos anticastristas y luego, cuando el tiempo pase, quedará
sepultada su memoria en el olvido aunque no se intente olvidar su heroísmo y valía.
Si lo tuviera frente mí le diría: hay otras formas de ganar esta pelea Coco y tú
lo sabes.
La comodidad de Raúl
El 7 de abril de
2005 el filosofo argentino Santiago Kovadloff, en una conferencia en la
Universidad Belgrano de Buenos Aires, dijo: Fidel
Castro es un dictador cómodo. Argumentaba
el científico que su tranquilidad en el
poder deriva del silencio cómplice con que las democracias latinoamericanas y
del mundo toleraban al ex gobernante cubano. Castro, enfatizaba el doctor Kovadloff, nunca ha sentido presión por parte de nadie y eso le permite gobernar
con legitimidad.
Desde aquella conferencia
al día de hoy han pasado once años y parece que tal comodidad la hereda Raúl
Castro en mejores condiciones que su hermano mayor. Si antes el mundo callaba, ahora
mismo festeja, con la euforia de la indecencia, la estrategia de La Habana para
acercarse a todas las fronteras democráticas sin cambiar la esencia de su
dictadura. Las naciones en libertad acogen con placer en su seno al régimen cubano
para asegurarse un parte del pastel o para menguar la influencia del castrismo
en sus países.
La esencia represiva
del castrismo no ha cambiado. Sin embargo, eso no le importa a medio mundo
porque es más fácil entenderse con los que gobiernan y no con los gobernados u opositores (a propósito, son palabras de un
ex congresista demócrata que enfureció cuando Obama alabó en La Habana al
exilio cubano en su reciente visita a Cuba) Quiere decir, porque se entiende muy fácil,
que el pueblo no importa aunque lo pongan como condición para acercar postura
con la dictadura.
Y eso Raúl, como también
Fidel Castro en su momento, lo sabe. Al saberlo, se aprovecha de la legitimidad
internacional para sostener su poder sin poner en riesgo un ápice a su intolerancia.