El primero de enero
de 1959, Fidel Castro y sus tropas de verde olivo alcanzaron el poder sin
imaginar siquiera que llegarían tan lejos. Esa fue la primera parte de una
revolución que se radicalizaba ante las narices de Estados Unidos sin encontrar
presión alguna por las diferentes administraciones norteamericanos. John F.
Kennedy, el presidente demócrata asesinado en Dallas, prometió apoyar el
esfuerzo patriótico de cientos de cubanos que desembarcaron en las costas
cubanas en abril de 1961. Sin embargo, en el momento preciso, daba la espalda a
aquel primer bastión armado, cuya misión era restituir las libertades básicas
en Cuba.
Después, Fidel
Castro, acertaba su mirada al este para encontrar en la Unión Soviética un
aliado incondicional que solo pedía, a cambio de su amistad, convertir a Cuba
en un satélite de Moscú. Y la isla se transformó en un enorme campo
experimental a disposición del Kremlin. Fueron años de efervescencia
revolucionaria y medio mundo creía que el socialismo, inevitablemente, tocaría la
puerta de cada país. Entonces, el gobernante antillano, sacaba ventaja en todas
partes porque su revolución parecía exportarse a todos los rincones del
planeta.
Fue la época de
los movimientos de liberación nacional en África, Asia y América Latina. De la
descolonización de los países bajo
control de las grandes potencias, de la conferencia Tricontinental, del
movimiento de amistad con los pueblos, del internacionalismo proletario y del
patria o muerte. De un Castro erguido sobre su propia estatura, guiando, en su
imaginario perturbado, a un mundo nuevo, que nacía, según sus palabras, para
hacer del socialismo el sistema dominante en el mundo.
Internamente,
Cuba era un hervidero de compromisos populares. Sería la isla una nación
desarrollada en plazos breves. Producirían más azúcar por central como nunca
antes. Más leche por vaca como pocos lo había alcanzado en otros países. Se
construirían carretera, sistemas ferroviarios y vías de comunicaciones mejores
que en Estados Unidos y el hombre nuevo llevaría sobre su espalda el peso del
triunfo revolucionario. Ningún pueblo tendría mejor educación que los cubanos y
de salud ni hablar. Una vaquita lechera para cada familia garantizaría una alimentación
adecuada y hasta uvas, manzana, peras y melocotones producirían en las alturas
de Banao. Un paraíso tropical emergía a la vista de una parte del mundo que
realmente llegó a creer, tanto como Fidel Castro, que tales utopías eran realizables.
Cuando el
socialismo real desaparece en Europa, la revolución cubana, aparentemente
intacta, se mueve como una fruta madura, pero no se cae. Nuevamente Castro
alardea de sobrevivir el peor momento en la historia de su sistema, hasta que
obligado por una enfermedad abandona todos sus cargos para permanecer como el
avizor ideológico y moral de aquella criatura que, cuarenta y seis años atrás,
había engendrado con la vileza de su mente.
Cuando Raúl asume
el poder en la isla, aquella revolución inicia su segunda parte sin que
llegáramos a pensar que podría consolidarse de la manera que lo ha hecho en los
últimos siete años. Y el sortilegio del nuevo inquilino del palacio de la
revolución es hacer las cosas diferentes a su hermano pero usando su nombre.
Hoy Cuba está de
luna de miel con casi todas las naciones del mundo. En América Latina se
deleita al ser el centro ideológico y referencial de la izquierda regional. Europa se contenta con las reformas raulistas
y hasta han decidido revisar la posición común. Las relaciones con China y
Rusia son mejores que las establecidas por Fidel con ambos países. Raúl Castro
sabe que ambas potencia desean tener un satélite cercano a Estados Unidos y la
isla tiene la experiencia para interpretar ese papel.
A todo esto se
une el hecho de que los oposicionistas internos no encuentran la vía para
establecer un consenso político (en ninguna de las dos orillas) y el
protagonismo le ha hecho olvidar que el cambio es posible, como decía Osvaldo
Paya Sardiñas, por el camino del pueblo,
mediante la movilización.
El menor de los
Castro, que parecía un improvisado e incapaz general de oficina, se saltaba los
guiones revolucionarios eliminando las marchas del pueblo combatiente o las
manifestaciones frente a la sección de intereses de Estados Unidos en La
Habana. Sus tibias reformas económicas entusiasmaron al cubano de a pie y Cuba
se llenaba de timbiriches de la noche a la mañana. Y por fin, destrona a los
intocables de la era Fidel para insertar
a jóvenes en las altas esfera del poder no para mostrarlos como acompañantes de
una generación de ancianos, sino para que ejerciten la continuidad.
Un viajero sueco
que visitaba Cuba concluye que todos los cubanos con los que contactó deseaban
cambiar sus vidas. Es decir, tener mucho dinero, viajar, enamorarse hasta más
no poder, vacilar a lo grande, comer bien y vestir como Dios manda. Cuando le
preguntaba sobre la libertad la mayoría expresaba: aquí se puede vivir bien lo que no hay que meterse con esa gente
(el gobierno)
¿Tendrá tercera
parte este proceso? Nadie lo sabe. Pero mientras el pueblo no haga lo contrario
a lo habitual puede que sí.