Wednesday, September 26, 2018

Mis padres y yo.


Mi madre tenía, mejor dicho tiene, la capacidad de imitar hasta los pájaros, hacer cuentos de Callejas  e improvisar versos en las madrugadas. A esa hora, cuando la luna era clara y cruzaba las rendijas del bohío, mamá se retorcía en sus sábanas blancas y nos cuidaba el sueño tendiéndole trampas a las mariposas. Fue, perdón es, su costumbre, acostumbrarnos a los buenos augurios en plegarias diarias. Lo hacía tocando unos vasos con agua donde ubicaba, y sigue ubicando, el alma de sus hijos. No sé, porque nunca lo decía, cuantas horas gastaba en aquel ritual silencioso con olor a amapolas, albahacas y abre caminos. Más de una vez, no sé cuántas, la vi susurrar oraciones aprendidas de un viejo libreto de Allan Cardec. Yo era un niño y no entendía nada. Sin embargo, temía preguntarle por aquellos versos que rimaban como campanadas sobre las palmeras del patio o el ladrido del perro de Victoria. Cuando fui haciéndome mayor, ella me tomó de la mano y caminamos por unos trillos erigidos por las pisadas de mis primos, los tíos y mis abuelos. Caminos que se fueron cerrando, por el paso de los años y la estampía, cuando la hierba se apoderó de todo y los empedrados recodos de las colinas parecían verdeles de desesperanza. Ella me explicaba el curso de la vida como si esta no tuviera fin. Asimilé que se trataba de la certidumbre y del optimismo.  Ahora mismo, mi madre está en el lugar de siempre cansada de esperar y con ganas de vivir más allá de la vida. Por los años, su voz se hace opaca y pergeñan otras rutas -las ultimas- donde ansia encontrarme tan siguiera una vez por un breve segundo. Ahora, ella y yo, entendemos el significado de la ausencia, el costo del tiempo y las lejanías. Las horas sin vernos detrás de un espejo, donde imaginarnos Botijal, la mata de ceiba, los eucaliptos, las travesuras de mi tío Israel y aquellos atardeceres con nubes posibles de tocar con los dedos. Ella allá, resignada de todo. Yo, en este sitio donde la recuerdo, sin maldecir a los culpables de su ausencia, suplico por tenerla otra vez. Mi padre, acostumbrado a guardar silencio para todo, la acompaña tranquilo y sin miedo. Los dos son mis Dioses probables. Las personas en las que creo de manera absoluta (después de Dios) y a los únicos que obedezco sin cuestionarles nada. Ayer, hoy -seguramente mañana- volveré a recordarlos como cada día mientras no estén conmigo      

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